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Alberto Gómez
Domingo, 16 de agosto 2015, 23:26
Hay algo de romanticismo en la idea de simplificar la existencia durante unos días, renunciar a objetos y equipajes innecesarios y entregarse a la aventura ambulante de pasar el verano en una tienda de campaña, con la casa a cuestas y el mundo por descubrir. Y hay también, todos conocemos a alguno, auténticos nómadas modernos, capaces de despojarse de las comodidades del capitalismo oh, el demonio y mimetizarse con la naturaleza en una armonía que para el resto de los mortales resulta imposible ya desde el propio montaje de la tienda, porque si dejamos a un lado a los manitas, esos repelentes de lo pragmático, a ver quién es capaz de levantar la mano y decir que no se ha partido los cuernos al menos una vez en la vida frente a un manual de instrucciones de Ikea.
Si finalmente la necesidad de pisar todos los festivales de música del país, el amor, la juventud y otros estados de enajenación transitorios vencen, como debe ser, el camping supone la alternativa más económica a los viajes convencionales. En Los Álamos lo saben bien. Allí acampan cada día, desde finales de la década de los sesenta, decenas de turistas atraídos por una ubicación privilegiada, entre la playa y el centro de Torremolinos y a escasos kilómetros del aeropuerto y Puerto Marina. Los hábitos, eso sí, han cambiado. «La gente se ha aburguesado», asegura Ángel Gancedo, propietario del camping, con capacidad para 470 personas. Por eso, además de la explanada para las tiendas, el campamento está dotado de bungalows y cabañas de madera con cuarto de baño propio, aire acondicionado, terraza y agua caliente, una forma de salir de la civilización sin renunciar a sus ventajas.
Aviso para navegantes: el calor derrite la magia de lo itinerante hasta el punto de hacer imposible la estancia en las tiendas durante casi todo el día. Aquí lo combaten con resignación, entre miniventiladores portátiles y pulverizadores de agua. Más suerte tienen quienes se alojan en las cabañas o en las casas de este campamento. Algunos de ellos son trabajadores, como Ana, la limpiadora que guarda con recelo los secretos de sus clientes: «Lo que sucede en el camping se queda en el camping». Empleo y vida se funden en su caso, con la casa pegada a la zona de caravanas y en el interior de las instalaciones. «Aquí somos una gran familia, aunque prefiero el invierno, cuando vienen los jubilados extranjeros a pasar varios meses», asegura.
El reglamento dicta que a las doce de la noche se apagan las luces y el silencio se convierte en obligación, porque hasta los nómadas tienen sus propias reglas. También la hora de la siesta es sagrada, y la dirección del campamento exige que se regule el sonido de la música para no molestar al resto de campistas desde las 14 a las 18 horas. Un vigilante se ocupa de supervisar el cumplimiento de estas condiciones: «No suele haber problemas, la gente es respetuosa». Ana matiza: «Los españoles y los italianos somos los más escandalosos».
Mati está de paso en Los Álamos, pero ha traído cajas de tomates, pimientos y berenjenas como para un regimiento desde su huerto en La Montiela, una pedanía del municipio cordobés de Santaella, en la Campiña Sur. Viene de vacaciones con su marido pero sin sus hijos de 18 y 23 años «porque ya veranean por su cuenta» y se dispone a preparar una paella con visos de histórica. Su perfil contrasta con el de los jóvenes franceses que ocupan una de las zonas altas para acampar: vienen a pasar el día en la playa, regresan por la tarde para descansar y se marchan de nuevo cuando cae el sol para exprimir las posibilidades de los chiringuitos más modernos, esos que hacen llamarse beach clubs y se erigen como auténticas discotecas en medio del paseo marítimo.
Todos conservamos, en mayor o menos medida, algo de Huckleberry Finn, de los tiempos en que recolectábamos palos para levantar cabañas en cualquier parte, frustrados porque nunca quedaban como aquellos palacetes de madera sobre árboles que mostraban las películas estadounidenses. Ahora, en plena época de los smarthpones, la vida sin un enchufe cerca es casi inconcebible. «Desde hace años se nota un cambio en la tendencia de las preferencias, en parte porque los precios de algunos hoteles con todo incluido se han abaratado tanto que los campings apenas pueden competir», asegura Ángel, que pasó a encargarse de este negocio familiar hace cuatro años, en mitad de la crisis: «Sirve para cubrir gastos y poco más, no da muchos beneficios».
La ocupación durante estos días de feria roza el cien por cien, pero la cifra baja el resto del verano, sobre todo en el caso de la zona de tiendas y no tanto en el de los bungalows y las cabañas, con todas las comodidades de un hotel pero a precios más asequibles. Agosto ya atraviesa su ecuador y se atisba el final del verano. Los nómadas modernos se marcharán con la música house a otra parte y regresarán los septuagenarios turistas alemanes, holandeses y nórdicos que huyen del invierno de sus países y a los que esta Costa nuestra les parece del Sol también en pleno noviembre.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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