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George Langworthy.
El inglés que repartía pesetas

El inglés que repartía pesetas

La filantropía de un militar británico marcó la historia del Castillo de Santa Clara, la residencia que inauguró el turismo en la Costa del Sol y sirvió de inspiración para artistas y escritores como Salvador Dalí o Luis Cernuda

Alberto Gómez

Miércoles, 12 de agosto 2015, 23:49

Antes de convertirse en un oasis de libertad y excesos en plena negrura franquista, cuando aún faltaban décadas para que la costa se masificara y el ladrillo impusiera su ley, Torremolinos albergó algunos de los primeros grandes hoteles de Andalucía. Una de las historias más peculiares de aquellas décadas comenzó con la labor filantrópica de George Langworthy, un militar nacido en Manchester en 1865 que tras la I Guerra Mundial quedó fascinado por el entonces distrito malagueño, en el que se afincó. Con los años, el desprendido combatiente se dedicó a repartir una peseta de plata, que por entonces garantizaba el sustento de una familia durante varios días, entre ancianos sin hogar, pescadores que se quedaban en tierra o cualquiera que se acercara hasta su finca, un espectacular castillo alzado en primera línea de playa.

Aquella construcción, erigida a mediados del siglo XVIII para frenar el avance de los piratas después de que la quema de casas y molinos resultara devastadora para el entorno unos años antes, era el Castillo de Santa Clara, simiente del primer gran hotel de la Costa del Sol. Langworthy contrató a varios trabajadores del campo y asistentes y se ocupó de rodear el inmueble de grandes jardines y de dotarlo de miradores sobre el mar. Sin saberlo, estaba dando los primeros pasos en la historia del turismo torremolinense.

Pero ninguna fortuna es eterna y la de George Langworthy, a quienes los vecinos conocían como Don Jorge o El Inglés de la Peseta, fue languideciendo por la inversión y las donaciones realizadas, hasta el punto de que se vio obligado a arrendar la finca. El de Santa Clara no fue el primer hotel de la zona, porque por entonces ya existía el Campo de Golf de Torremolinos, actual Parador de Málaga Golf, pero sí el que adquirió fama con mayor celeridad. Luis Cernuda, guiado por los malagueños Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, fue uno de los primeros residentes ilustres del castillo y su estancia durante el verano de 1928 inspiró el relato El indolente, ambientado en el Torremolinos de la época. El poeta sevillano, por cierto, quedó impresionado por el camposanto local, al que le dedicó unos versos: «El recuerdo por eso vuelve hoy / al cementerio aquel, al mar, la roca / en la costa del sur: el hombre quiere / caer donde el amor fue suyo un día».

El Castillo de Santa Clara adquirió el nombre de Hotel Costa del Sol y siguió recibiendo huéspedes durante años. También la casa que mandó construir en Torremolinos la bailaora Lola Medina, uno de los mayores referentes de la comunidad gitana, se convirtió en un hotel, el Residencia Miami, inaugurado para aliviar las deudas de su propietaria. Los años cincuenta resultan clave para entender el auge del sector turístico, que por entonces empezaba a ser uno de los puntos de apoyo de la economía malagueña. La apertura del Pez Espada, el primer gran establecimiento hotelero de cinco estrellas y buque insignia de la hostelería de la provincia, propició la llegada de estrellas como Ava Gardner, Marlon Brando o Grace Kelly y Rainiero de Mónaco.

Mención aparte merece la visita de Salvador Dalí y Gala Eluard, invitados al Castillo de Santa Clara también por los poetas impulsores de la revista Litoral. La musa del genio catalán, díscola y libertaria como siempre, en un gesto que descorchó el descaro que acabaría siendo el gran reclamo turístico de la zona, se retiró la parte superior del traje de baño para dejar sus pechos al aire en el primer topless de la historia de la Costa del Sol, felizmente inmortalizado en una fotografía. Pero no fue la única imagen que dejó boquiabiertos a los vecinos. Por entonces el pintor de Figueras preparaba un nuevo cuadro y, para buscar quién sabe qué inquietante inspiración, solía pedirle a su mujer que se colocase geranios en la cabeza, se tiñera de azul algunas partes del cuerpo e incluso se untara con excrementos. Los lugareños no volvieron a ver un topless similar hasta la llegada, poco después, de las primeras turistas escandinavas.

Torremolinos era en aquella época un hervidero de anécdotas. Allí, lejos de donde era previsible que sucedieran grandes acontecimientos y aterrizaran estrellas y aristócratas, Anthony Quinn tocaba el saxo junto a una banda municipal, Frank Sinatra acabó en comisaría tras una pelea con un fotógrafo en el mítico Pez Espada, Kirk Douglas no faltaba a su cita diaria con la discoteca Tiffanys y Brigitte Bardot se paseaba desnuda por las playas de El Bajondillo ante el gesto atónito de vecinos y visitantes.

No tardó mucho en llegar el turismo de masas. El litoral se pobló de nuevos hoteles, quizá más modernos y cómodos, probablemente con menos encanto, pero en los inicios del turismo en Torremolinos siempre seguirán escritas con letras de oro historias como la del inglés que regalaba monedas de plata o la de los pechos al descubierto de Gala Dalí, anécdotas sobre las que se construyó uno de los municipios más visitados del país y que hoy despiertan una extraña nostalgia.

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