No es casualidad que José Antonio Griñán escogiese el primer verso de 'La poesía es un arma cargada de futuro', de Gabriel Celaya, como título de su particular exorcismo en forma de autobiografía: 'Cuando ya nada se espera'. «Cuando se miran de frente los vertiginosos ... ojos de la muerte», escribió Celaya, «se dicen las verdades». Y para Griñán la convicción de su inocencia y un profundo sentimiento de injusticia han sido las únicas verdades de un periplo judicial que ha tardado más de una década en cruzar, trece años en los que ha sufrido «los efectos de una condena sin la firmeza de una sentencia». Hasta ahora.
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Pero el fallo del Tribunal Supremo, lejos de liberar viejas cadenas, ensancha la incomprensión en la que vive sumido quien fuera presidente de la Junta de Andalucía. Porque Griñán no sabe, y así lo ha repetido como quien clama en el desierto, de qué es culpable. Llegó a reconocer que hubo «un gran fraude», pero nunca «un gran plan». Por eso en la presentación de su libro, hace unas semanas, advirtió de que su vida «terminaría» en caso de ser condenado a prisión. Y de nuevo resuenan los versos de Celaya: «Estamos tocando el fondo».
Aquel vaticinio esconde el drama familiar trazado de forma paralela a su odisea judicial. Pero no fue él quien rompió el silencio que sucedió a su imputación por la jueza Alaya, en 2013. Manuel Griñán, hijo del expresidente autonómico, estalló tres años después, cuando publicó una carta escrita con las vísceras: «A estas alturas de desesperación por ver a mi padre en el mismo saco que otros cuyas fortunas exceden lo que él ganaría en cien vidas, sólo me queda hacer esto. Algo que tendría que haber hecho hace ya mucho tiempo. Porque no es verdad que quien calla otorga. El que calla sufre».
Y continuaba: «Quiero que sepáis todos que nadie podrá probar jamás que mi padre se ha apropiado de un solo céntimo de los ERE. Que quienes metieron el cazo para hacer uso ilegítimo de ese dinero son una serie de sujetos de la Consejería de Empleo bien identificados sobre los que él no tenía responsabilidad jerárquica». Su padre, menos piadoso consigo mismo, siempre ha admitido su implicación política en el caso, aunque nunca imaginó que el asunto derivaría en una condena de cárcel. Ni siquiera cuando dimitió en 2013, entregando el bastón de mando a Susana Díaz bajo el falso argumento de un necesario relevo generacional. Había comenzado la cuenta atrás.
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Cuando leyó la sentencia de 2019, una vez sentado en el banquillo de los acusados, asumido que Chaves y él eran «cadáveres políticos que nadie querría tener en su armario», cuyo destino no podía ser otro que «oscurecernos hasta la desaparición», Griñán experimentó un dolor inédito. Así lo relata en su libro: «Sentí que el aire se adelgazaba y que el ruido de la sala enmudecía». Luego llegaron los ansiolíticos. Su hijo lo había descrito como una espiral «de miedo e insomnio». Cuando Griñán se decidió a hacer pública su versión de los hechos, animado por la familia, bajo el eco de aquella certeza de que «quien calla sufre», el relato resultó sesgado pero honesto: «Ni las tareas de la casa, ni las que yo me imponía, ni las caminatas que hacía, cada amanecer, solo, triste, cansado, pensativo y viejo, conseguían distraerme de lo que ya vivía como una tragedia». Su historia es también la historia de un sistema viciado que generaba más aceptación que rebeldía, una forma de gestión basada en la vista gorda; un compadreo, en fin, que cuando salió a la luz puso en jaque al rey.
Los últimos años han caído como una losa sobre Griñán, que el mes pasado sopló 76 velas con el horizonte de cumplir los ochenta entre rejas. Vuelve contra su voluntad a la primera página de los periódicos, esta vez con un perfil agrietado, repleto de aristas. Porque nunca hasta ahora un político envuelto en un caso de corrupción había logrado que su peregrinaje personal calara hasta adquirir condición de víctima. Convergen además dos eximentes, al menos para su imagen: que la sentencia haya salido adelante con el voto de tres de los cinco magistrados, con dos jueces defendiendo la absolución del delito de malversación, algo que habría evitado su ingreso en la cárcel, y que el propio texto del Alto Tribunal reconozca que no tuvo capacidad de disponer de esos fondos.
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Ya conocido que su entonces viceconsejera, Carmen Martínez Aguayo, asumió públicamente que era ella quien recibía los informes de Intervención que alertaban de irregularidades en el procedimiento de las ayudas, informes que nunca trasladó a su jefe, el relato dibuja a un presidente acorralado en un laberinto diseñado por otros. «No es que crea en mi inocencia, es que sé de mi inocencia», defendió hace unos meses, cuando la publicación de su autobiografía por Galaxia Gutenberg parecía rescatarlo del ostracismo, de los comentarios entre dientes que lo tienen como diana desde hace más de diez años. No sospechaba que la estocada final aguardaba a la vuelta de la esquina.
Su abogado ha anunciado que recurrirá la condena al Tribunal Constitucional, aunque no está claro que concedan la suspensión de la pena mientras se resuelve la petición de amparo. Aunque, como avisa en el título de sus memorias, Griñán ya espera poco o nada.
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