Domingo, 29 de enero 2023, 00:21
Si pudiera pensarse que las personas sin techo no existen para nadie, que son invisibles, que, por no contar, no lo hacen ni en las estadísticas, salvo, en el mejor de los casos, como número pero sin nombre y apellidos, no es así. El ayuntamiento y las organizaciones coordinadas a través de Puerta Única saben de ellos, están pendientes de sus aventuras y desventuras, les hacen seguimiento, les asesoran y les ofrecen opciones para escapar de la exclusión social dentro de los estrechos márgenes que impone la insuficiencia de los recursos disponibles.
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Lo más visible que hace por ejemplo Cruz Roja los lunes, miércoles y viernes por la ciudad es el reparto de comida y mantas para resolver de forma puntual el sustento de decenas de personas sin techo y dar cierto abrigo en estas que están siendo las noches más frías del invierno. Pero su verdadero objetivo es ofrecerles un «enganche», un recurso, una salida, para que puedan recuperar una vida normalizada, con trabajo, techo y autonomía personal.
Los 'tupper' son la excusa de los voluntarios para entrar en contacto o mantenerlo con la gente sin techo: «Atendemos a todo tipo de personas que están en la calle. Nosotros les damos información. Hacemos rutas todas las semanas y los voluntarios estamos en contacto y coordinados para ver si entre todos podemos proporcionarles un 'enganche'», explica Miguel Ángel Montero, trabajador social y voluntario de Cruz Roja. A uno de sus recorridos se sumó esta semana un equipo de SUR.
La realidad del sinhogarismo es muy variada. Va más allá de las personas que viven en la calle. Elena Ballestero, técnica de Cruz Roja, explica que ese concepto incluye también a quienes están cerca del desahucio o a quienes no pueden hacer frente al pago de sus suministros básicos, por ejemplo.
Joselu y su pareja actual, Yomara, son ejemplos de esta situación que nos encontramos en las calles de Málaga y que atiende Cruz Roja. Viven en un piso heredado de él. Pero Yomara se queja de que su pareja, pese a tener vivienda, quiere pasar todo el día en la calle mientras ella prefiere llevar una vida más normal y ordenada. También lamenta que tras pasarse el día fuera llegan al piso «y no hay ni luz, y agua, de milagro». Él, a su vez, expone: «No vivo en la calle, tengo mi casa, pero vivo más mal que los que están en la calle». Sus problemas trascienden lo habitacional y lo económico, porque él declara que cobra una pensión de 480 euros por, dice, «mi cabeza». Su desarraigo también se mide en su confesión: ha pasado 30 años —la mitad de su vida— entre rejas.
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El conflicto y la inestabilidad rodean a la pareja: por sus diferencias, se enfadan, se pelean, ella lo abandona, él la busca… Pero Yomara rechaza las casas de acogida: «Son muchas normas y peleas con las compañeras por cualquier tontería». Ella espera entrar pronto en un albergue, donde parece que hay más libertad, aunque en su contra juega que ha perdido el DNI, además de las pastillas que tiene que tomar para la depresión. La enfermedad mental está muy ligada a la situación de calle: es a veces causa y otras veces consecuencia. Se puede ir comprobando a través de las conversaciones que vamos manteniendo con las personas que nos salen al paso. Para dormir, eso sí, dice Yomara, cualquier cosa en la ciudad mejor que un parque, que le aterra.
Siempre ha habido menos mujeres en las calles, pero su proporción está aumentando, síntoma de una situación económica en deterioro y del debilitamiento de las redes sociales reales. Ellas tienen menos riesgo de quedarse en la calle porque suelen tejer más redes personales y suelen contar con más apoyo social, ya que son quienes normalmente se hacen cargo de los hijos. Pero las mujeres también son menos reinsertables a la vida normalizada una vez han caído en una situación de calle, ya que hay pocas instalaciones preparadas para ayudarlas.
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Hay menos mujeres en la calle también porque no se permite que haya niños menores de 18 años sin cobijo. Y no nos encontramos con ninguno en nuestra ruta. Aunque los desalojos de viviendas dejan a familias enteras a la intemperie y no hay muchos recursos para ellas, el protocolo de atención protege a los menores y a quienes los cuidan: el servicio de emergencia social del ayuntamiento atiende a la familia, la deriva a Puerta Única, que le puede ofrecer una pensión o un hostal para unos días. Se les busca mientras un recurso que puede estar en otro municipio o en otra provincia. También se intenta tirar de las redes socio-familiares de los afectados. O se aporta una ayuda económica para cubrir la estancia de varios meses en algún sitio. Si los niños se ve que están bien cuidados, se puede ampliar ese soporte. Con todas estas actuaciones se evita que los chavales se queden en la calle o que tenga que intervenir protección de menores.
En el recorrido nos encontramos con dos mujeres que son pareja. Precisamente esta circunstancia es una de las razones de que constituyan una familia sin cobijo desde hace «unos cuantos años», declara Tamara, que cumple 29 años justo el día en que la entrevistamos. «La familia no nos acepta, por eso nos ha tocado vivir de esta manera; son cerrados de mente», añade. «A veces nos han llamado y han querido saber cómo estamos, les hemos dicho que ésta es nuestra situación y les ha dado igual», continúa. Cuentan con que con el Ingreso Mínimo Vital puedan alquilarse una habitación, aunque lo ven difícil: más allá del coste, en las condiciones de los alquileres perciben rechazo a las parejas y a los animales, y ellas tienen una perrita. De momento, ocupan un trastero. «El Ingreso Mínimo Vital nos ayuda, pero para lo que realmente nos hace falta, que es una vivienda, no nos da», lamenta Tamara. No trabajan, pero, argumenta: «Es muy difícil estando en la calle. Intentamos buscar trabajo, pero dónde te duchas, dónde lavas la ropa, dónde dejas a tu mascota… es complicado». Lourdes, su pareja, de 40 años, ha intentado a veces vivir con su padre, pero está enfermo, la convivencia con él es difícil y termina echándola a la calle. También han tratado de solicitar una vivienda, pero la burocracia les supone un obstáculo.
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Ellas no son las únicas que nos encontramos que viven en un trastero. También Juan Carlos, de 50 años, en este caso con conocimiento del dueño, con quien ha pactado abandonarlo cuando le den plaza en el albergue. Nos cuenta que sus problemas vienen de su alergia al látex, lo que le impide desarrollar su profesión en la cocina. Ahora sólo dispone de una prestación de 160 euros al mes.
Otra historia de discriminación LGTBi expone Benhamed, argelino, de 35 años, pero a quien la intemperie echa encima otros diez años encima. Pide a la puerta de un supermercado. «Yo vine aquí porque amo a hombres y también porque la vida es muy dura en mi país. Tengo cuatro diplomas, pero solo no sabes cómo buscar trabajo. El albergue no me gusta porque hay mucha gente y no me siento bien», explica.
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Son dos ya las personas que muestran reticencias a entrar en los recursos puestos a disposición de los sin hogar por parte de la administración y de las ONG. Hay un misterio que hay que resolver. «Mucha gente no quiere acatar ciertas normas», expone Ballestero. Y añade que muchas personas «saben moverse»: «Hablas con ellas y tienen algún tipo de prestación», pero sugiere que si el Ingreso Mínimo Vital asciende a los 565 euros mensuales y una habitación en Málaga ahora oscila entre los 400 y los 450 euros, en esta situación, no quieren acceder a un alquiler y que sólo les queden 100 euros disponibles para sus gastos. «No ven prioritario con ese dinero buscar un techo», reflexiona Ballestero. Cuesta culpar a las víctimas de su desgracia, pero las organizaciones no ponen paños calientes y reconocen que hay personas «irrecuperables», que no van a volver a una vida «normalizada» y a las que sólo se puede ayudar a reducir los daños que puedan sufrir ofreciéndoles un refugio de forma permanente, como una residencia de mayores si sobrepasan los 60 años.
En nuestra ruta nos encontramos con este perfil: son las diez de la noche, están durmiendo arrebujadas entre sacos y mantas y quieren seguir durmiendo, porque tendrán que despertarse temprano, antes de que las calles se vuelvan a llenar de viandantes y vayan abriendo los establecimientos a cuya entrada se cobijan. Lo hacen con amabilidad, pero rechazan la comida que reparten los voluntarios. Tienen el estómago revuelto. Seguramente llevan años en la calle. Es la cara más terrible del sinhogarismo y la exclusión.
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En el camino nos encontramos con recién llegados a la calle, con personas que buscan trabajo en Málaga, donde ven dinamismo económico y opciones de salir adelante. Son aquellos a quienes se quiere evitar que cronifiquen su situación de calle y que ésta sea sólo coyuntural. Aunque es fácil entrar en el círculo vicioso, explica Ballestero: pasas dos días en la calle, ya tienes suciedad encima y no acceso a una ducha, por lo que si vas a una entrevista de trabajo es difícil que te cojan. Jorge tiene 26 años. Viene de Albacete. Declara que ha tenido problemas en su ciudad y que por esa razón ha tenido que marcharse de su casa. Busca trabajo en Málaga, porque él es hostelero, tiene siete años cotizados a la Seguridad Social y cree que aquí puede tener un futuro. Pero sabe que hasta que no le den una plaza en el albergue no podrá encontrar un empleo: «Estando en la calle, con el saco y con la manta… he tenido una entrevista de trabajo y cuando he contado que estaba en la calle, me han dicho 'espera, que voy a probar a otro muchacho'». «Yo sé que cuando esté en el albergue, encuentro trabajo. Yo sé trabajar», promete. Y los voluntarios confirman que su caso es de fácil reinserción a la vida normalizada.
Un relato parecido ofrece Antonio, de 23 años. «Vine de Cádiz porque me pasó una cosa y me quedé aquí tirado en Málaga. Y nada más que me han pasado cosas malas. Un día tras otro, si no es una cosa, es otra», explica. Cuenta algún conflicto con la guardia civil y con la policía que le ha pedido la documentación. Él se queja: «Estoy reventado, tengo mis causas, como todo el mundo, pero no tengo nada que ver con robar». Está en lista de espera para entrar en un recurso para personas sin hogar, pero se quedó dormido en el centro de la ciudad y se despertó sin nada: le robaron todo, documentación incluída. La calle es dura. Es la ley de la selva. Ahora se está planteando irse a Almería o a Córdoba para trabajar en los invernaderos.
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Los trabajadores sociales hacen un seguimiento de las personas sin hogar. Sin paternalismo y sin infantilizarlas, acompañándolas. El objetivo es que durante todo el proceso, durante toda la intervención social, trabajen de la mano, en paralelo, los profesionales y las personas que han tenido un tropezón o a las que la vida les ha dado un revés. Sólo de esa manera, con corresponsabilidad, podrán recuperar una vida plena y autónoma. Con esa misión y esa filosofía trabajan las organizaciones. Aunque no siempre hay un final feliz. María Rosa Gutiérrez, responsable de Acción Social de Cáritas en Málaga, explica que muchas personas en los recursos sociales se encuentran muy bien, pero que la cosa se complica cuando tienen que salir a la vida real: la carestía del trabajo y el elevado coste de la vivienda hacen a veces imposible su reintegración en la sociedad. Gutiérrez reconoce que de los recursos que gestiona Cáritas salen muchas personas, pero sólo entre el 25% y el 30% lo hace a la inclusión plena. También resalta cómo la falta de vivienda asequible ha provocado que haya personas jóvenes en la calle y que entren en una espiral que les lleva al consumo de sustancias y a hacer crónica una situación que no debería haber sido ni coyuntural. La burocracia es otro de los problemas que alimenta el círculo -o la espiral- de la exclusión.
Eva Sánchez, responsable de los pisos de acogida de personas sin hogar de Accem en Málaga, explica que las familias sí suelen salir de manera autónoma de los recursos que su organización les ofrece. Aunque insiste, como Gutiérrez, en que la situación del mercado inmobiliario genera mucha frustración. Así, comenta que las familias que recalan en sus pisos de acogida atraviesan un periodo de adaptación de entre quince días y un mes y a continuación se diseña un itinerario personalizado de intervención para encaminarlas hacia su autonomía. Entonces, una vez que las personas se han formado, tienen un trabajo, cuentan con un plan de ahorro e incluso un pequeño colchón económico, encontrar una vivienda se convierte casi en una misión imposible, sobre todo en Málaga capital. Por eso, se estudian opciones en pueblos cercanos siempre que los desplazamientos no supongan un problema para conservar el puesto de trabajo. Pero al coste del alquiler del piso se suma la xenofobia de algunos propietarios, que ponen excusas para no arrendarles su vivienda a personas que oyen al teléfono con un acento distinto. En este sentido, advierte Sánchez, las personas solas lo tienen más fácil para recuperar su vida autónoma -sólo tienen que alquilar una habitación- que las familias, que requieren un piso completo. La responsable de Accem transmite la gran satisfacción que supone ver los frutos que da la atención integral que prestan a las personas sin hogar dentro de su organización. Pero también revela que muchas personas, tras salir de la situación de calle, vuelven a recaer. Siguen en la cuerda floja, en el alambre. La inclusión plena es un reto que no siempre se consigue.
Ahora Accem está trabajando con Abdelaziz, que tiene 49 años. Llegó a España procedente de Marruecos en el año 2000, consiguió su regularización en 2005 y trabajó durante más de 17 años en una finca de aguacates. Se quedó en el paro a las puertas de la pandemia, volvió a Marruecos y entonces irrumpió el coronavirus, las fronteras se cerraron y no pudo regresar a España. Cuando se reabrieron los países, volvió a Málaga y aquí Accem le ayuda a reclamar la prestación por desempleo que no pudo cobrar y, si esa solicitud no fructifica, pedirá el Ingreso Mínimo Vital. En todo caso, su objetivo es conseguir un trabajo y vivir de forma independiente, como tantos años hizo a su llegada a España.
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