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Domingo, 21 de junio 2009, 20:34
«EL mejor premio que me pueden dar es que la gente rebañe el plato». La afirmación, viniendo de quien viene, no deja de llamar la atención. Si Dani García colocara en línea recta uno tras otro los galardones y reconocimientos que atesora con tan sólo 33 años cubriría un puñado de metros de playa de su Marbella natal, por la que siente devoción. Desde las estrellas Michelin, camino de constelación, a otro astro, el que le pusieron en el bulevar de la fama de Puerto Banús por donde correteaba de pequeño pasando por el Premio Nacional de Gastronomía su vitrina no da abasto, igual que su currículum. «Todo ha sido muy rápido e intenso», reconoce con una humildad que mantiene intacta desde sus primeros pinitos como cocinero en la Escuela de Hostelería de La Cónsula.
De ahí, hace dieciséis años, a ahora media un abismo. Tanto que los que antaño eran sus ídolos -léase Arzak o Berasategui- ahora son colegas y amigos. Con ellos comparte mesa y atril en los simposios de medio mundo entre alabanzas a una creatividad que le lanzó al estrellato. Y no sólo al de la guía gastronómica que le bendijo con un astro en el restaurante Tragabuches de Ronda, donde echó los dientes, y en Calima, la joya de Gran Meliá en Marbella, donde deja boquiabiertos con palomitas de aceite de oliva o falsos tomates raf. De tener derechos de autor se embolsaría lo que no está escrito con recetas como la milhojas de foie, manzana caramelizada y queso de cabra, a la que dio a luz parafraseando otra de Berasategui. «Que te copien es un orgullo», anota con modestia innata. Se considera una persona normal, que come pizza si le apetece, que escucha la música de su amigo Ismael Serrano, que juega al pádel con su gente y que intenta pasar el mayor tiempo con su mujer, Aurora, y sus dos hijas Aurora (9) y Laura (4). Pero cuando se mete en su laboratorio particular se transforma en Dani García, el joven genio de la alta cocina que con toda una vida por delante ya ha puesto a salivar a los Reyes y a los Príncipes. Sin que le tiemble el pulso.
De vocación futbolista, su infancia estuvo marcada por la buena mesa, como ahora inculca a sus hijas. Con 17 años, terminado el BUP, escuchó hablar de una escuela de hostelería que acababa de abrir en Málaga. No se lo pensó mucho. Allí era uno más, o eso dice. Nada del fuera de serie que se destapó con los años. Hasta rompió platos. «Me compraba un kilo de patatas y hacía figuras por las noches», recuerda. De ahí saltó a los fogones de Martín Berasategui en el País Vasco, con 19 años, para sus prácticas. «En la escuela aprendí el bagaje que hace falta pero con Martín me empapé de la creatividad», apunta. El éxito se cocía a fuego lento. El broche final fue una cena, regalo de sus padres, en el restaurante de Arzak. «Me hice una foto con él. Era como para un niño hacérsela ahora con Messi». De vuelta a Málaga, pasó por El Café de París de donde le rescataron para un proyecto ilusionante en 1998: Un restaurante de alta cocina en Ronda. «Fueron unos años duros que me cambiaron la vida», confiesa. Allí, en el Tragabuches, comenzó a restar horas al sueño para sacar partido a su ingenio gastronómico. Reinterpretó ajoblanco, gazpachuelo o gazpacho, siempre anclado a las raíces andaluzas. Llegó la lluvia de elogios y Michelin llamó a la puerta. «Sabía lo qué era la estrella de oídas pero no lo que se me venía encima». Fue el espaldarazo definitivo para las mesas llenas y las ofertas de cambio.
Cinco años después cogió un tren que le devolvería a Marbella. «En Ronda tenía un techo y quería más». De la mano de la cadena Gran Meliá, en 2005 abrió sus puertas 'Calima Dani García', que colgó su estrella Michelin en un año. «Es fácil saber cuándo vienen los de la guía. Si aparece un tío sólo un miércoles o un jueves...», confiesa. No se obsesiona. Lleva a gala tener la cabeza muy fría y mantener la autocrítica. Aunque si se despista, su madre le llama al orden. «Cuando salí en la tele cocinando con nitrógeno en vez de con fuego me llamó y me dijo: ¿No te estarás pasando?». Pero Dani prueba todo lo que inventa -«No puedes cocinar sin probar»--. Se define como «tomatero» y siente devoción por los espetos. De su profesión, reniega del halo de arte de los últimos tiempos y de que se haya querido explicar «absolutamente todo» de lo que se hace en la cocina. En la suya, le da el testigo a su mujer, su gran apoyo en su frenética vida laboral. Hoy se reparte entre Calima y otras colaboraciones con la cadena hotelera, su 'gastrobar' La Moraga, en Málaga, inmerso en planes de expansión, las conferencias y la edición de libros. En Navidades saldrá el tercero. Y esto sólo es el prólogo.
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