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IGNACIO JÁUREGUI flaneurinvisible.blogspot.com.es
Viernes, 14 de febrero 2014, 02:19
Un folleto de los baños termales encontrado en la habitación basta para hacer tambalearse una planificación hasta entonces cumplida al milímetro. El viajero, mirando la fotografía de la piscina cubierta por una cúpula suntuosa y altísima, no encuentra ninguna razón de peso para no llegarse esa misma tarde a Baden Baden y darse el capricho.
La ciudad habrá conocido sin duda mejores tiempos pero, vista así de refilón, llegando al atardecer y fuera de temporada, se le encuentra un brillo sofocado y como la promesa vaga de lujos y elegancias de otra época (con tal, claro está, de ejercitar una mirada selectiva que resbale por franquicias y horteradas). Una vez encontrado el hotel dignamente venido a menos que conviene a la tarde se plantea la alternativa entre uno u otro de los baños. Sobre el papel se trataría de elegir el confort contemporáneo de las llamadas Caracalla Thermae o la estética decadente del Friedrichsbad original. Cuando vuelva, unos años más tarde, el viajero probará las primeras y, aparte de los estupendos artilugios, descubrirá el inesperado placer de corretear en pelotas por un bosque en pleno invierno, saltando de sauna en sauna.
Pero en esta primera visita no hay color: uno no se explica cómo puede nadie preferir la monstruosidad postmoderna en vidrio azul, por más adelantos que prometa, teniendo al lado un trozo de vieja Europa a su disposición.
Hay que confesar, con todo, una cierta decepción a la entrada: las áreas públicas del edificio carecen por completo de gracia, y no precisamente por estar demasiado tocadas sino, más bien, por una desnudez color marfil que no favorece a una arquitectura sin duda pensada en su día para soportar alfombras, colgaduras y lámparas.
La zona de baños, en cualquier caso, es una maravilla. Tiene, para empezar, los mecanismos de ducha más bonitos del mundo: hay una elegancia imposible de encontrar hoy día en esas tuberías vistas de latón atravesadas de clavijas y válvulas, en esas enormes alcachofas, en las palancas larguísimas que abren y cierran el agua con un arco horizontal de mucho más empaque que el mero girar un grifo. El sistema se anuncia un tanto pomposamente como Römisch-Irischer Baden y despliega, en unas detalladas instrucciones, la secuencia correcta que uno debe seguir para obtener los efectos salutíferos deseados, combinando la sabiduría de los antiguos romanos con una tradición irlandesa cuya existencia el viajero ignoraba hasta la fecha. Lo mejor es que esas instrucciones están incorporadas al recorrido en mosaicos de un gusto delicioso, suspendido entre el pompier académico y las primeras, tímidas estilizaciones geométricas.
Hermosas bóvedas
Empieza uno obedeciendo con escrupulosidad y entusiasmo, sometiéndose al calor de las saunas progresivas sin rechistar hasta que se asoma al último recinto, que nominalmente está a 68ºC, y sale corriendo de puntillas sin preocuparse casi de salvar la dignidad. A partir de ahí se dedica a ir y venir sin respeto alguno por la ordenanza entre piscinas a distintas temperaturas bajo hermosas bóvedas pintadas. Los efectos salutíferos tal vez se pierdan al no seguir la secuencia, pero a quíén le importa eso. Sólo abandonará la majestuosa piscina central (punto final en que coinciden, civilizadamente, las señoras que vienen del recorrido simétrico) cuando empiece a arrugársele la piel.
Al final, después de un chapuzón en agua helada que resulta ser la aportación irlandesa, aguarda una sala de altos ventanales con pesados cortinones que fabrican un silencio cálido, una oscuridad acolchada y acogedora. Enrollado en tres vueltas de sábana de hilo crujiente, relimpia, el viajero, que siempre ha sido refractario a toda técnica de relajación, sea mística o civil, ha de reconocerse a sí mismo que está muy bien todo esto. Pero que muy bien.
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