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IGNACIO JÁUREGUI flaneurinvisible.blogspot.com.es
Martes, 21 de enero 2014, 13:07
Manhattan es (todavía) un mosaico neutral de identidades donde cada barrio sobreescribe su imagen a voluntad sobre la estructura común. Al sur de Houston St (pronúnciese howston si se quiere pasar por local), el mismo paisaje de fachadas de hierro colado y escaleras de incendios que venía sirviendo de fondo al comercio chic se transforma de golpe en una isla extraterritorial que huele, suena y respira como si se hubiera traído su propio aire trasplantado desde el extremo oriente.
Es todo tan reconcentrada y voluntariosamente chino que uno no puede evitar el comentario banal («sólo falta el típico dragón»). Nada más decirlo se escucha ruido de charanga y petardos. Doblamos la esquina y ahí está: no el dragón largo y ondulante que estamos acostumbrados a ver en las películas, sino una versión reducida con sólo dos miembros, cabeza y cola. No hay en el disfraz una preocupación real por la verosimilitud: uno ve desde cualquier posición a los dos chavales cargar con la estructura y manejarla con unas varas pero, a base de multiplicarse en agitación continua, consiguen una ilusión de vida propia verdaderamente notable.
Al poco entendemos que no se trata de una procesión. El público está dispuesto en círculo y el dragón ejecuta sus bailes frente a una puerta determinada, donde un señor amojamado de gesto imperturbable sostiene con infinita seriedad una caña de pescar de cuyo extremo penden racimos de frutas y billetes de dólar. El dragón se agita hacia ellos intentando atraparlos (vemos claramente al muchacho de la cabeza estirar hacia arriba los dos brazos a la vez y bajarlos de golpe, pero de alguna manera es un dragón lanzando bocados al aire) al ritmo creciente de una banda de percusión formada por adolescentes vestidos con túnicas de reluciente seda roja. Al verles asomar por debajo las Nike de última hornada el viajero se acuerda de los nazarenos que bajo el capirote llevan tatuajes y piercings.
En la boca del dragón
Debe tratarse de una ceremonia propiciatoria, un negocio que se abre y la comunidad le desea buena fortuna. El tipo de la caña no parece dispuesto a dar facilidades: con admirable economía de gestos hurta una y otra vez los regalos de la boca del dragón, que va mordiendo en el aire, cada vez más cerca. Por ingenua que resulte la pantomima, el hecho es que empezamos a sentirnos involucrados y seguimos cada intento de mordisco con interés creciente. En las celebraciones callejeras hay algo que apela irresistiblemente a una memoria más antigua que uno, si es que eso significa algo. El caso es que, por más que se sofistique la industria del entretenimiento, uno sigue bajando a la calle cada vez que oye tambores.
Poco a poco el dragón ha ido haciendo presa, se ha quedado con los billetes en la boca y en una última sacudida de las fauces termina de soltar la fruta. Mientras estallan los aplausos vemos salir disparada una naranja en un arco perfecto y lentísimo hacia nosotros. De repente nos encontramos en una película de high school: el campeonato de béisbol, el chico torpón que no sabía atrapar la pelota y que el entrenador ha sacado a regañadientes, por lesión del capitán; último minuto de partido, el montaje que intercala planos de la bola cayendo, las animadoras con los pompones congelados en el aire, el público que grita con esa horrible voz distorsionada que ponen en la cámara lenta; flashback al patio trasero de casa, las tardes con el padre lanzando una y otra vez, hijo mío puedes hacerlo, sólo tienes que tener fe; súbita vuelta a la realidad, estruendo de tambores y aplausos, las miradas que convergen hacia el viajero, la naranja cayendo directamente hacia sus manos que súbitamente se vuelven de trapo y la dejan caer al suelo. Lástima de apoteosis.
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