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CURRO TROYA
Lunes, 21 de octubre 2013, 09:39
Hay experiencias personales que le ponen a uno a veces en el compromiso de tener que escribir obligatoriamente sobre ellas. Ayer, varios de los miembros de mi numerosísima familia decidimos, como otros muchos malagueños, ir a almorzar a un chiringuito. Tras llegar a Pedregalejo en bicicleta -y no por carril bici, porque para eso el Distrito Este de la ciudad tampoco existe-, nos disponíamos a ordenar los diferentes platos del ágape cuando una pareja de hombres arrancó con un órgano conectado a un potente amplificador para reubicarnos de forma atronadora y durante más de quince minutos en una feria de pueblo de hace 30 años.
Obvio es decir que nos miramos contrariados por la imposibilidad de mantener una conversación normal entre comensales. Porque además de comer, uno quiere charlar con la familia. Pero eso resultó imposible. Mientras los músicos impostores pasaban de las marchas militares a 'los pajaritos' y retornaban al himno nacional, sucesivos vendedores ambulantes pasaba por la mesa ofreciendo bolsos falsificados de marcas reconocidas, adulteradas gafas de sol o copias de CDs del último Pablo Alborán.
Pero no terminó ahí la cosa. Cuando pensábamos que por fin íbamos a tener nuestra pretendida cháchara, llegó una doble actuación de un ya reconocido 'monstruo de la canción' paleña con su identificable «¡Qué duro es el directo!». Tras destrozar 'María la portuguesa' debió intuir el pensamiento de más de un obligado oyente y se arrancó por 'Dame veneno que quiero morir'. Así que terminamos rápido nuestro almuerzo y decidimos tomarnos el postre en casa.
Un informe reciente de la OMS vuelve a situar a España en el liderazgo mundial del ruido. Tan sólo nos gana Japón. Seguimos asociando el ruido a algo cultural, casi imprescindible. Y no hace falta irse a Valencia y a sus tracas por Fallas. Aquí en Málaga tenemos nuestros 'petardos'. Da igual un merdellón con Camela a toda mecha en su vehículo que los cohetes o campanas que celebran las mil y una vírgenes a horas intempestivas. Si no hay ruido, es como si no existieran. Cualquiera diría que exigen que no quede duda de nuestra atrabiliaria incivilización.
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