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:: I. JÁUREGUI
Un domingo cualquiera
CUADERNOS DEL PASEANTE INVISIBLEHUE

Un domingo cualquiera

Aquí la condición pequeñoburguesa es aún la promesa modesta y razonable de un futuro mejor. HUE (VIETNAM)

IGNACIO JÁUREGUI

Viernes, 4 de enero 2013, 02:11

Al viajero le gusta llegar en domingo a las ciudades porque se las encuentra desprevenidas, libres de artificios, un poco adormiladas y de buen talante. Sería injusto, sin embargo, atribuir sólo a esto la impresión feliz que le deja la muy noble e imperial ciudad de Hue, de la que, mirando el plano en que murallas y fosos dibujan una teoría de cuadrados dentro de cuadrados, con el recinto imperial en el centro, se había hecho una idea férreamente geométrica no del todo justa.

Nada más cruzar el río la ciudad amurallada recibe al visitante con una afirmación de monumentalidad insolente. La articulación poderosa de contrafuertes, torres de vigía y portalones, la hosca uniformidad en piedra parda del talud, la simetría exacerbada, todo nos habla de un orden racional y centralizado impuesto sin matices. Dentro de este recinto doblemente cercado la vida cortesana transcurriría entre conspiraciones, enredos de cama y juegos de salón con la complicidad variable de un clero endogámico, como en cualquier ciudadela central de cualquier imperio. Al viajero estas cosas le gustan como al que más pero, qué demonios, tiene todo el día por delante, el sol de invierno está pintando un hermoso troquelado en el suelo y el público dominguero en bicicleta marca el camino a seguir. Por un paseo arbolado paralelo a la muralla se adentra casi sin pensar en una ciudad extramuros de plazas amplias y casas bajas que se extienden en cuadricula hasta llenar el recinto exterior.

Ultramarinos

En un galpón de chapa equipado con un perchero y una silla de oficina, un barbero solícito y eficiente afeita, por no decepcionarlo, a un joven lampiño. Un grupo de niños en cuclillas juega a las cartas con teatralidad aprendida de los mayores. El género de las tiendas de ultramarinos desborda la acera y, de portales en que apenas cabe una persona, salen sin parar cazuelas de phö para la clientela sentada en minúsculas sillas de plástico. Una muchacha con sombrero cónico de paja, pantalón amarillo y blusón militar cruza con paso desenvuelto, llevando en equilibrio sobre el hombro dos platos cargados de pescado y verduras. Pasan pocos vehículos: la mañana transcurre con una animación sosegada y contenta.

En los porches de las viviendas una trama colgante de ropa tendida, jaulas de pájaros u hornacinas dibuja un orden oblicuo, quebrado y leve ante las fachadas. Por las puertas abiertas se ve el salón de cada casa: en el centro, a eje con la entrada, hay siempre presidiendo la estancia un altarcillo con fotografías de los antepasados, frutas, varillas de incienso y otros chismes votivos junto al televisor, al que le han ido encontrando acomodo sin hacer de menos a los ancestros. Son en general hogares aseados, luminosos y con toques de ostentación ingenua: la condición pequeñoburguesa, pagada aquí a un precio inconcebible de sangre y sufrimiento, es aún la promesa modesta y razonable de un futuro mejor.

A la vuelta de una esquina una lámina de agua dilata de repente el panorama. En los bordes se distinguen restos bien conservados de la misma fábrica de las murallas: se trata de un depósito de la época imperial, convertido ahora en arrozal. El sol arranca destellos al agua oculta bajo la superficie rizada de hojas verdes, de la que asoman cañas clavadas a guisa de amarraderos o balizas. Un puente de tablas cruza en diagonal, apoyado en pilarillos que perforan sin dolor la piel líquida como agujas de acupuntor. En la orilla, un artilugio de pesca se sostiene en sus patas frágiles y quebradizas de insecto filiforme, sin nadie que lo atienda. Al fondo se distingue uno de los portalones de entrada al recinto interior, donde aguardan palacios y templos: que esperen un poco más, de este lado queda aún mucha ciudad viva por recorrer.

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