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IGNACIO JÁUREGUI
Viernes, 16 de noviembre 2012, 02:14
No es lo mismo, se dice el viajero mientras se lleva el café a la boca, arrellanado en una butaca curvilínea y maternal, la mirada perdida en los destellos que desde lo alto esparcen los racimos de la enorme araña. Ha tenido que atravesar salón tras amedrentador salón del Gran Hotel Pupp con su mejor cara de póker hasta encontrar un camarero que con grave cortesía aceptara, una vez llegado hasta allí, atenderle. Olvidada inmediatamente su condición de intruso, el viajero ha tomado tranquilamente posesión de la sala recamada en escayola hasta el altísimo techo como una tarta nupcial. Unas cristaleras a modo de biombos esconden el discurrir de los camareros, y la espesa moqueta roja absorbe el poco ruido que pudiera llegar del exterior. En la puerta se insinúan unas tímidas presencias que activan la recién adquirida territorialidad: estos turistas se meten en todas partes, no hay manera de tomarse un café a gusto.
Estamos en Karlovy Vary, antigua ciudad balnearia, uno de esos lugares en que dos tribus de visitantes se mueven en paralelo sin rozarse siquiera. Cada mañana a eso de las once los autocares de Praga dejan caer en la estación un puñado de excursionistas que se volverán por la noche después de haber correteado de fuente en fuente, sospechando como mucho, por indicios suntuarios, la existencia de otra clientela de más larga permanencia y míticos (por desconocidos) poderes adquisitivos. En cuanto a los habitantes, sólo podemos postular su existencia por el hecho de que los mostradores están atendidos y los autobuses circulan. El viajero pertenece, desde luego, al primer grupo. En el trayecto de la estación de autobuses al centro urbano, a lo largo del río encauzado entre dos calles, se ha dejado adelantar por alegres grupos de jubilados que, armados de jarras de cerámica, parecen saber de antemano a dónde hay que ir. Pronto se entera, siguiéndolos, de que el rasgo característico de la ciudad son las arcadas: sobre cada fuente de aguas salutíferas se debieron ir montando en principio cobertizos para proteger de la lluvia a los clientes. De la necesidad más o menos cubierta al exceso civilizado hay una distancia larga o corta, pero inevitable de recorrer: lo que nos encontramos hoy es un conjunto de loggias variadamente exquisitas que sobrepasan con mucho su función primitiva y que habrán dado lugar a su vez a nuevos modos sociales, convirtiéndose en puntos de encuentro de elegantes y referencia del paseo ciudadano.
Predomina una decoración estilizada y caprichosa que ofrece de vez en cuando detalles exquisitos pero que sobre todo brilla por la calidad media del ornamento de serie. El recorrido es lineal y sinuoso pero, a cada rato, se abren salidas monte arriba que prometen vistas extraordinarias. El viajero toma por una que rodea las arcadas del paseo hasta un mirador por encima de las cubiertas: la ciudad parece desplegarse como un diorama, súbitamente tridimensional, derramada en regueros de casas por donde las curvas del monte lo permiten. Es un espectáculo vivificante y feliz que, contemplado desde cualquiera de las terrazas que ahora se ven, ha de contribuir a las famosas curaciones tanto como las aguas.
Rey de los baños
A la vuelta del último meandro, rompiendo con legítimo orgullo la continuidad de las fachadas, se coloca en solitario el Kaiserbad, antiguo rey de los baños lamentablemente cerrado en espera de un capital redentor. Al otro lado del río, contra un fondo de bosque oscuro y denso como alquitrán, el Gran Hotel Pupp se expande en pabellones que amenazan con dejar arrinconado al resplandeciente cuerpo principal. Será en uno de sus salones donde empiece el viajero a pergeñar estas notas y, al salir, irá ya devaluando en su fuero interno la categoría del establecimiento, convencido de que el verdadero lujo se encuentra siempre en otra parte. No puede evitarlo, jamás condescenderá a tratar de exclusivo un sitio donde lo admitan a él.
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