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JUAN FRANCISCO FERRÉ
Sábado, 26 de junio 2010, 04:19
Comencemos por el final del libro. La autopsia de un hombre aún vivo y de su modo de vida. O, más bien, de una mitología centrada en la vida de un hombre excéntrico. Una mitología que ha ido expandiéndose como una creencia colectiva y acrecentando su influencia a medida que su emporio mediático iba perdiendo peso económico y cultural.
Hablo de Hugh Hefner, el 'playboy' que calentó los rigores de la guerra fría con un proyecto fundado en la desnudez femenina y la fantasía masculina de poder fálico. En el fondo, este brillante estudio proporciona argumentos suficientes como para considerar a Hefner el Mesías de una religión profana, con sus templos, sus ritos, sus reliquias sagradas y sus objetos de culto. Un culto orgiástico, por cierto, muy apropiado para lo que Preciado llama la «era farmacopornográfica». O, si se prefiere, la era del capitalismo de consumo extremo, cuyo funcionamiento se garantiza a través del dopaje farmacológico y la sobrexcitación sexual de la población.
Ninguna sociedad, por pragmática que sea, puede funcionar sin mitos inconscientes ni imágenes seductoras. De esa necesidad funcional surgiría el imperio 'Playboy', regido por el puro principio de placer. Dicho culto hedónico, sobre todo durante los años de esplendor, se proponía transformar a todo lector de la revista en un 'playboy', esto es, un hombre refinado y elegante, dueño absoluto de un apartamento hecho a la medida de sus gustos, un espacio doméstico del que la mujer era expulsada como ama de casa y al que podía regresar únicamente como compañera temporal de los juegos erógenos de su propietario. De ese modo, todos los productos incorporados bajo el satinado sello del conejito permitían a su consumidor participar de la fantasía de organizar su vida a imagen y semejanza de Hefner, quien a través de reportajes, películas, entrevistas y programas de televisión propagaba el ideario a seguir por el soltero vocacional como alternativa al infierno conyugal de la pareja procreadora suburbana.
Y es que 'Playboy' no habría tenido el impacto que tuvo en el imaginario social masculino si Hefner no se hubiera preocupado de rediseñar espacios conforme a los ideales de un celibato promiscuo y desenfadado. Los templos utópicos de este culto consumista serían, primero, las grandes mansiones construidas para albergar un orden de vida que implicaba una cierta sabiduría sobre los sueños obscenos y los deseos inconfesables que el adulto de la época reprimía desde la adolescencia. Después, los clubes exclusivos, concebidos a imitación de las mansiones como fábricas de placer ilimitado, recreando un mundo libre de obligaciones y compromisos pero no exento de beneficios.
Espacios íntimos
Y, por último, la creación de singulares espacios íntimos dotados del mobiliario más moderno con el fin de satisfacer con facilidad las necesidades cotidianas del hombre de su tiempo. En el centro de ese espacio exhibicionista, con cámaras cercándola como si fuera un escenario televisivo, se colocaba una enorme cama giratoria de múltiples usos. En esa cama hegemónica pasaría Hefner la mayor parte de su vida, hasta el punto de contraer una lumbalgia crónica achacable al abuso reiterado de la posición horizontal.
Con los templos ya en erección, sólo faltaba designar el objeto de culto preferente en esta 'pornotopía' de estirpe sadiana. Las 'conejitas', esas adorables compañeras de juego del varón más juguetón, sin cuya omnipresencia carnal ese mundo viril se desmoronaría fatalmente. El cuerpo coreográfico de modelos y camareras que rodea siempre al hombre en pleno devenir 'playboy', subrayando su condición de tal, o la belleza desnuda que se exhibe en solitario como una promesa de felicidad paradisíaca para el comprador onanista. Fueron muchas las elegidas para representar con sus encantos los ideales estéticos de la empresa. Así, la 'playmate' fundacional fue una exuberante Marilyn Monroe y la decadencia del tipo la encarnaría, con sus excesos quirúrgicos, Pamela Anderson. Es irónico que Hefner, sabiéndose al borde de la muerte y, por tanto, de la inmortalidad reservada a los creadores de grandes mitologías populares, se apegue a los orígenes de su universo fantástico y quiera ser enterrado en una tumba contigua a la de la estrella cinematográfica más sexy de la historia.
En este sentido, este lúcido ensayo sobre un imperio en descomposición nos recuerda cómo los sueños más atractivos del capitalismo sólo puede comprarlos el dinero de los ricos. Todos los demás se conforman con sucedáneos de bajo nivel.
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