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BARQUERITO
Lunes, 21 de junio 2010, 11:20
Justo después de cederle a su hijo Alejandro los trastos, a Esplá se le saltaron las lágrimas de emoción. Antes de la cesión, un largo parlamento, que Alejandro escuchó con notable atención. Esplá se metió para adentro sin poder disimular el llanto. Pero enseguida estaba el propio Alejandro reclamándolo para brindarle en el ruedo el toro de la ceremonia. Y empezó otra corrida, que se abrió con una ovación tan cerrada al final del paseo que los tres espadas salieron a saludar.
La presencia de Esplá padre no era en rigor una reaparición, sino sólo el cumplimiento de una promesa. El compromiso de ser padrino de alternativa de Alejandro, previsto para hace un año y demorado a la fuerza: estaba sin poner Alejandro entonces.
Además de hacerles los honores a los dos Esplá, Morante se los hizo al quinto de la corrida de Juan Pedro Domecq: con el capote, en sinuosos lances acaracolados de natural empaque y en un quite por chicuelinas rumbosas, y con la muleta, en una faena de permanente improvisación, más linda que templada porque Morante prefirió el toreo al hilo del pitón antes que el de obligar cruzándose -porque se le habría reventado un toro de corto viaje- y, en fin, suculenta. La gracia de Morante, su garbo delicado, sus golpes de repertorio: el kikirikí ligado con un afarolado previo, el toreo de toques en series abiertas, nunca cerradas, y parecía que en todo momento estaba toreando Morante.
Banderillas de Morante
Todos y cada uno de sus muletazos, como diría un clásico, «rezumaban torería». Posado, descolgado, lacio el cuerpo entero. Pasos perdidos porque el toro, picado en exceso y contra la voluntad de Morante, salió revoltoso, corto el viaje de ida, apenas viaje de vuelta. Los seis ayudados por alto con que Morante abrió faena y los cinco por arriba con que la cerró fueron antológicos. Por el dibujo y el aplomo. Igualado el toro pero humillado, Morante, que sale ahora armado con la espada de acero, enterró trasera una estocada de muerte lenta. No importó. Más tiempo para ver a Morante, que, exquisito, cortó en cuanto el tercero pidió la cuenta. La faena la castigó la banda con un terrible pasacalle de bombo y platillo.
Además de esa faena, Morante puso la guinda de un par de banderillas al cuarteo de preciosa reunión, escuela clásica. Fue en el segundo de corrida, cuando Esplá padre invitó a banderillear a Morante y a su hijo, que atacó con fe pero sólo dejó un palo. Esplá tuvo el detalle de banderillear al cuarto también y de rendir cumplida faena tanto con un noble jabonero, segundo de la tarde, el mejor de la corrida, como con un cuarto demasiado tardo para ser el último que mataba vestido de luces. La habilidad de Esplá y sus recursos.
Y, en fin, el nuevo matador, que mató de estocadas muy defectuosas -delanteras, desprendidas las dos-, pero que, a favor de ambiente, se pegó su pequeña fiesta. Dos orejas, puerta grande, la primera piedra del edificio. Ya se verá. Inseguro con el capote, por falta de firmeza pero no de brazos ni de sentido del dibujo; bastante mejor como muletero. Con el sexto de corrida, que tuvo bondad, se vio bien el acento propio: toreo con la diestra de buen compás y mano baja, temple natural. De más a menos la faena, porque pecó Alejandro de torear por afuera cuando el toro estaba ya encarrilado. Se le resistió la mano zurda. En los adornos de costadillo asomaron los genes Esplá. La faena de la alternativa tuvo su sello de caligrafía en los ayudados de apertura y en una tanda codillera pero bien dicha. Se sostuvo la faena a pesar de que el viento molestó y de que el toro, ahogado, sólo tenía medios viajes. O un cuarto.
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