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La zona cero de Podemos

La zona cero de Podemos

Lavapiés, el Madrid de los mil mundos, es un milagro social hecho de inmigrantes, artistas, okupas, bazares y 16 teatros. «Aquí pesa más la ley de la comunidad que la de la Policía»

Francisco Apaolaza

Miércoles, 4 de junio 2014, 09:55

En 900 metros de calle empedrada hay un tipo embutido en jeans que compra oro para una novia recauchutada, dos ancianas como de yeso que esperan inertes en un banco, un camello que recela de la mirada del reportero, dos chinos que pajarean de una tienda a otra, un indio, un restaurante en el que se anuncia comida de Senegal, dos grupos de turistas con las carteras marcando el bolsillo de las bermudas, una galería de arte y mil bazares en los que parece que se podría comprar un cargador de móvil o un órgano de misa. Hablar de Lavapiés, así, en general, es un imposible porque excede toda categoría. Ahora, vuelve a los papeles porque es la zona cero de Podemos, donde se creó el partido revelación de las elecciones europeas; y aunque no todo el barrio es del partido y el partido va muchísimo más allá de Lavapiés, le pega esa imagen suya algo anárquica de levantarle las faldas al sistema.

A las espaldas del Reina Sofía y a tiro de piedra del Rastro y del Paseo del Prado viven 40.000 tipos en una especia de delta del Okavango racial en el que se cuentan 88 nacionalidades en milagroso equilibro. Más de la mitad de los que allí residen nacieron en otros mundos, pero se hicieron a este. «Aquí llevo 15 años, pero para mí es toda una vida. Es un buen sitio. Estos de aquí fuera están traficando con hachís, pero de viernes a lunes está lleno de gente». Habla Ismail, 50 tacos, nacido en Dakar y encargado de un comercio en la plaza de Lavapiés que abre bajo el eterno nombre de Tienda Senegalesa y donde se vende casi de todo. Allí, en la penumbra discuten cuatro hombres con chilaba y una mujer de proporciones catedralicias da el pecho a un bebé; hay un mostrador de plástico, como una tienda dentro de la tienda, donde Albalisa vende tarjetas prepago. Lycamobile es una operadora de telefonía que ha encontrado un filón en el barrio y que lo patrocina todo, desde almacenes pakistaníes hasta tiendas halal.

Esa Atlántida multicultural de la que puede presumir Madrid tiene alguna que otra laguna: desde 2006 luchan contra una plaga de chinches que va y viene y que acaba de reverdecer. Los vecinos también denuncian que algunos pisos se han convertido en laboratorios de síntesis de droga, auténticos cocederos de crack y piden más ayuda a la Policía que ha tenido que salir por patas varias veces. «Aquí pesa más la ley de la comunidad que la ley de la Policía», explica el residente Ryan Turner, que preside el Partido Demócrata Norteamericano en Madrid.

La etiqueta de barrio humilde tiene una letra pequeña que habla de un portal con la puerta partida donde huele como si allí vivieran un millón de gatos y una escalera por la que corren cuatro caniches. El edificio, de la empresa madrileña de la vivienda, cuenta con varias familias que han pegado la patada en la puerta (la forma amable de llamar al trabajo de un cerrajero clandestino que cobra hasta 500 euros). A una de ellas le acusan de ocupar primero y alquilar a terceros después. Le llaman La Marquesa. Candela Logro, de las pocas que pagan su alquiler, sospecha que ahí arriba vienen a pincharse y cuando se abre la puerta, aparece un gato con cuerpo de jarana y varias personas que miran a ninguna parte y aplacan el mono entre mecheros y papeles de plata ennegrecidos.

En mitad de la ensalada social del barrio hay un gallego que se llama Paco Vázquez, como el exalcalde de La Coruña, que vino de Lugo hace 50 años y que atiende en un restaurante. «Cuando llegué, esto estaba lleno de droga y de delincuencia. Lo peor fueron los 80. La heroína se llevó a la mitad de los jóvenes. Ahora es otra cosa». Ese cambio tiene dos ramas. Uno es el asociacionismo que prende en las esquinas como hierba fresca. Una parte de los vecinos, fortalecidos por el espíritu del 15M, se organizan para casi todo. En el Teatro del Barrio (ése es su nombre) hay universidad para mayores por las tardes, y los viernes toca una orquesta en un baile como los de antes. Abren bares y restaurantes en régimen de cooperativa y librerías asociativas, como La Marabunta, donde nació Podemos. Hace seis años, unos italianos comenzaron a adecentar un estercolero abandonado que hoy se llama Esta es una plaza y donde hay juegos para niños, taller de bici, y donde Mariano, un carpintero que en los 80 regalaba clavos a los primeros okupas, enseña a restaurar muebles. Es el mayor huerto urbano de España.

El miedo al cambio

La otra cara del futuro tiene pose de intelectualidad distinguida a pie de calle. En el barrio hay 11 galerías de arte, decenas de librerías y nada menos que 16 teatros. La ola es imparable. Los últimos en llegar han sido Sergio Bang, Goyo Villasevil y sus socios. En el piso de arriba, en Ciudadano Grant, se toma café con golosas tartas de lipotimia y se venden cómics, novela gráfica y otras artillerías de papel. Abajo, en la Swinton Gallery, exponen artistas de vanguardia como E1000 o CRIN. A Sergio y a Goyo les gusta vivir allí y tuvieron la oportunidad de montar su negocio hace menos de un mes. No les ayudó ni el banco. Ellos le trazan las sombras al precioso dibujo de un barrio que es el último diamante en bruto después de la reforma de Chueca o Malasaña, dos clásicos del viejo Madrid: «Hay muchos intereses especulativos en que esto cambie», confiesa Sergio. Otros quieren que se quede como está. En las tres semanas que llevan abiertos hay quien les ha acusado de gentrificar, un verbo maldito que viene a definir lo que ocurre cuando un área pobre se renueva con el desembarco de población de mayor poder adquisitivo que desplaza a la de menos recursos.

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