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MARIO VIRGILIO MONTAÑEZ
Viernes, 7 de julio 2006, 02:00
HAY un lugar en esta ciudad donde la soledad se hace mármol y se hace flor. Un lugar que pocos visitan y muchos, demasiados, ignoran, y se limitan a pasar rápidos, bajo el sol cayendo a plomo y sin misericordia, por delante de los dos leones esculpidos de la entrada y la placa que dice enigmáticamente 'Saint George's Anglican Church'. Se trata, simplemente, del Cementerio Inglés. Un tesoro de melancolía, historia y cultura que los leones custodian y que merece más de una visita, más de una mirada sobre los nombres de los ausentes y los olvidados, sobre los nombres de los admirados y recordados.
A título de curiosidad, permítaseme decir que la primera vez que entré en el recinto fue saltando una tapia para asistir al entierro de Jorge Guillén, y que a veces he entrado, ya por la puerta, con una solitaria rosa roja para dejarla sobre la tumba solitaria y abandonada de Gamel Woolsey, aquella norteamericana de silencios prolongados y escritura cristalina. Es Málaga, es el Cementerio Inglés, vecino al mar y a una necrópolis ignorada en la calle Campos Elíseos, que transcurre más o menos a su espalda y que en la Edad Antigua fue lugar propicio para recoger piadosamente a los muertos.
Tumbas sin sosiego
Como decía, este lugar tan misterioso y desconocido para el común de los habitantes de la ciudad, bien vale una visita, pues en él se esconde una joya de nuestro patrimonio cultural. Su historia es, además, interesante. Desde la incorporación de la ciudad a la corona de Castilla, en el remotísimo 1487, no había lugar para sepultar a los que no profesaban una fe distinta a la de los Reyes Católicos, al ser obviamente sagrado el terreno de los camposantos y el de las iglesias que también acogían los cuerpos de los fieles. Los que guardaban otra fe, o quedaban desprovista de sus beneficios en caso de suicidio o vida apartada de la ortodoxia, que quedaban forzosamente fuera de los recintos sagrados, sepultados a la buena (más bien a la mala) de Dios.
Más elocuente era el caso de los extranjeros que morían inesperadamente en Málaga sin dejar testigos de cuál era su religión. En ese caso, se optaba por enterrarlos de mala manera en las playas, de noche y a la luz lúgubre de una antorcha, y en posición vertical con el rostro dirigido al mar y soldados comprobando que no se infringía la norma, con el resultado de que el fluir de las mareas y oleajes solía traer de vuelta a la ribera al navegante póstumo. Esta Málaga bravía (el verso sobre las tabernas y las librerías lo recogía Mesonero Romanos atribuyendo la dudosa gloria a Madrid) es la que se encontraron Torrijos y sus compañeros cuando fueron a dar con su sangre en la playa de San Andrés, lindante con El Bulto.
Boyd, irlandés y mártir
Todos los mártires, cuya peripecia final y cruel muerte recogió en una maravillosa novela, 'El ciego y oscuro salto de Francisco Vicaría', Luis Ramírez Beneytez, hallaron sepultura digna aunque más o menos discreta por la coyuntura política de entonces. Pero quedaba el fardo de qué hacer con el joven teniente irlandés Robert Boyd, a quien la extranjería no le concedió el favor de la vida, ni la juventud le evitó la afrenta de la muerte innoble.
Dicho sea por mantener un tono del XIX y algo elegiaco. Como lo son algunas las frases esculpidas en su cenotafio, que lo proclaman, en inglés, amigo y compañero de Torrijos y muerto en Málaga por la sagrada causa de la libertad. Tenía 26 años y la fecha de la efusión de sangre y espumas fue el 11 de diciembre de 1831.
Aunque se haya dicho y repetido que Boyd fue el primer sepultado en el Cementerio Inglés, tuvo un antecesor, marino ahogado y propietario del bergantín 'Cicero', George Stephens, que en 1831, con el levantamiento de las tapias que delimitan el recinto, quedó lastimosamente fuera de ellas, de manera que examinando las inscripciones de las sepulturas se llega a la conclusión de que Boyd es, a la fecha de hoy, el sepultado más veterano, merced a la iniciativa del cónsul William Mark, creador del cementerio en el año de Stephens y Torrijos y habitante del mismo desde 1849.
Pero, pese a todo, no el más joven el conspirador Boyd. Porque no faltan enterramientos de niños, dada la alta mortalidad infantil del siglo XIX y parte del XX. Tal vez esas tumbas son las conmovedoras del Cementerio. Algunas por la elocuencia de la inscripción funeraria, como es el caso de una niña francesa, Violette, que sólo vivió un mes, y que muerta en 1959, su epitafio en francés resume su efímera vida con un conciso «lo que viven las violetas».
En el Cementerio reposan también, en una fosa común con 62 cuerpos, las víctimas del naufragio, en diciembre de 1900, de la fragata alemana Gneisenau, señalada con un sencillo pero elocuente monumento. En otro lugar del recinto está enterrado, apartado de sus compañeros, el capitán de la nave, Karl Schumann, que no quiso salvarse y optó por hundirse con el barco. También cuatro aviadores de la RAF, muertos en la Segunda Guerra Mundial, descansan bajo un espacio cubierto de grava con cuatro lápidas grises de disciplinada severidad.
Testimonios literarios
Como se ve, el Cementerio Inglés constituye un lugar de acogida para distintos credos, diversas naciones, sin que falte alguna sepultura hebraica e incluso no creyentes, como el caso del poeta Jorge Guillén y su esposa. El velatorio de Guillén, en el Ayuntamiento, fue absolutamente laico, y mucho se buscó un modelo de ataúd que no llevara inscrito el signo de la cruz.
Otro librepensador, el hispanista Gerald Brenan, también, en forma de cenizas tras pasar años olvidado en formol en la Facultad de Medicina al haber donado su cuerpo a la ciencia, reposa allí junto a la que fuera su esposa, Gamel Woolsey. Con motivo de la inhumación definitiva de Brenan, Ian Gibson, al pie de fosa, proclamó aquel lugar como el cementerio más bello del Mediterráneo. Pocos hay que disientan de sus palabras.
Numerosos poetas y escritores han dejado testimonios literarios sobre el Cementerio Inglés, desde Hans Christian Andersen, que lo visitó y alabó, a Clarín que situó en él el desenlace de uno de sus relatos, hasta los autores actuales, entre los que destaca María Victoria Atencia, cuyo poema 'Epitafio para una muchacha' («Porque te fue negado el tiempo de la dicha / tu corazón descansa tan ajeno a las rosas»...) figura desde 1960 en una lápida en la entrada de una de las secciones del camposanto.
Pero también es hermoso el que escribió Gamel Woolsey sobre el lugar en el que ella misma recibe el silencio que cultivó: «En el viejo cementerio en que yacen los marineros / en tristes tumbas grises de conchas adornadas / bajo el doblar de las campanas a cinco brazas / el coral está hecho de huesos»... Esta alusión a las conchas nos remite a un grupo de sepulturas que como los zócalos de las casas de los fenicios y las grutas de los jardines victorianos, están decoradas con conchas. Son tumbas de niños muertos en las epidemias del siglo XIX, y las fechas de las muertes tan cercanas unas de otras, y a veces compartiendo apellidos como hermanos, dejan una punzada de tristeza súbita en los visitantes.
Pero junto a esas tumbas pequeñas y humildes se encuentran otras en el mismo Cementerio con alegorías variadas, con ángeles de esbelta nostalgia que abrazan cruces y señalan el cielo, con inscripciones en inglés, danés, alemán, holandés o castellano, con cruces célticas de intrincada decoración, con exclamaciones de pesar o de cariño, que aportan al lugar la belleza, inmersa en jardines, de un réquiem de piedra y de hiedra. Frente a todos ellos, el pasar cansino de los malagueños y la permanencia indiferente del mar inmortal.
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