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JOSÉ MARÍA ROMERA
Domingo, 8 de octubre 2017, 09:58
Si preguntáramos a la gente qué grupo humano identifica con la fortaleza y la capacidad de superar los obstáculos, seguramente la respuesta mayoritaria apuntaría a los hombres de mediana edad con estudios, en buena situación profesional, que tienen las necesidades básicas resueltas y disponen de un amplio capital social. Pues bien: ese es el retrato tipo del suicida en nuestro tiempo. Las estadísticas son obstinadas y no varían mucho de un año a otro ni al cambiar de país. Con ligeras variaciones, el número de los hombres de entre 40 y 60 años que se quitan la vida triplica al de las mujeres suicidadas, un enigma que refuerza la idea de Camus de que con el suicidio estamos ante el único problema filosófico verdaderamente serio. El dato obliga a preguntarse qué clase de flaqueza o de arrebato puede llevar a los hombres a una decisión que desmonta a todas luces el tópico del «sexo fuerte».
La desproporcionada y casi exclusiva atención prestada a lo femenino en los estudios de género en las diversas disciplinas ha hecho que fenómenos como este, que afectan de modo especial al hombre, no hayan sido suficientemente sometidos a observación. Solo disponemos de aproximaciones, más intuitivas que basadas en datos, que en general recalcan el peso de los roles tradicionales masculinos: según estas hipótesis, al hombre se le conmina a ser competitivo, buscar el éxito, exhibir sus fortalezas y ocultar sus debilidades, lo que lo hace más frágil en situaciones de derrota y frustración y más vulnerable al estrés y la ansiedad. Añádase a ello la necesidad de aparentar que uno mantiene el tipo aunque la procesión vaya por dentro. El suicidio, «ese misterioso asalto a lo desconocido» según definición de Victor Hugo, surgiría del choque entre la situación de adversidad y la falta de recursos propios para afrontarla.
La comprensión del problema se dificulta a la vista de otra evidencia constante: aunque los hombres se suiciden mucho más que las mujeres, los pensamientos suicidas son más recurrentes en ellas (algo nada extraño, si tenemos en cuenta que también los índices de enfermedades mentales son ligeramente mayores en la mujeres). Algunos estudios añaden que incluso que ellas lo intentan más que los hombres. De ser así, habría que pensar que las diferencias no se dan tanto en la respuesta dramática a las crisis como en los métodos para ejecutarla. En ese sentido las distintas preferencias según el sexo mantienen las constantes clásicas. El hombre prefiere formas de suicidio violentas, impulsivas y con alta probabilidad de acierto (desde el ahorcamiento hasta el disparo de armas de fuego) mientras que en la mujer predomina el envenenamiento y la intoxicación, que tienen más probabilidades de fracaso.
Hay, no obstante, algunos fenómenos típicamente masculinos que añaden cierta lógica a la asimetría estadística. Aunque la escasez de estudios al respecto las pone en cuarentena, algunas aproximaciones al fenómeno han hecho hincapié en la incidencia de las crisis laborales en determinados trabajos desempeñados tradicionalmente por los hombres; la pérdida de empleo en estos casos contribuiría a rebajar su autoestima y hacerles perder el sentido de sus vidas. Hay asimismo indicios de que las situaciones de separación y divorcio golpean el ánimo de los hombres con mayor fuerza, unas veces por la ruptura en sí misma, y otras por la pérdida de hijos, propiedades y relaciones sociales que llevan aparejadas.
Lo que parece evidente es que gran parte de los hombres afrontan sus trances dolorosos con menos ayuda que las mujeres. En primer lugar, porque no la solicitan a la gente cercana ni a los especialistas, dado que hacerlo significa para muchos admitir una humillante debilidad. Se supone que el rol masculino implica no solamente estar a la altura de las circunstancias sino saber disimular cuando no se está. Se han dado casos llamativos de cuadrillas de amigos íntimos sorprendidas ante el suicidio de uno de sus miembros, al saber más tarde que arrastraba durante años una tragedia personal de la que no había dado la menor señal en sus habituales encuentros. Las mujeres, en cambio, están más inclinadas a hacer confidencias entre ellas y a hablar abiertamente de sus sentimientos. De esa manera, las redes de apoyo tanto formal o informal acaban desplazándose hacia quienes no tienen reparo en reconocerse frágiles debido a que el hombre que necesita ayuda o bien no cree necesitarla, o bien se avergüenza de pedirla, o bien cuando se decide a hacerlo encuentra una muy limitada oferta de profesionales, centros o recursos destinados específicamente a intervenir en su problema. La debilidad reside a menudo en la apariencia de fortaleza. Quizá sea hora de admitir que el hombre también necesita otra clase de empoderamiento.
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