A estas alturas no es admisible que el 43% de los malagueños/as cobre menos del salario mínimo interprofesional que, recordemos, es uno de los más bajos de nuestro entorno europeo
MARÍA AUXILIADORA JIMÉNEZ ZAFRA SECRETARIA GENERAL DE UGT MÁLAGA
Lunes, 1 de mayo 2017, 09:50
Proletario es según una de las acepciones de la Real Academia Española aquel trabajador o trabajadora, especialmente manual, que vive con estrechez de un salario bajo; o también, quien no tiene otra posesión que su prole, es decir, su descendencia. Se trata de un término con una profunda raíz histórica, y marxista, vinculada al movimiento obrero de finales del siglo XIX y principios del XX, a los tiempos de las huelgas y manifestaciones por jornadas laborales de ocho horas, por salarios y vidas decentes y dignas para la clase trabajadora. Hoy ya apenas se usa de manera habitual. Como en tantas otras cosas, en este siglo de tecnología y redes sociales, hemos sido capaces de sustituir la palabra, pero no su contenido, los condicionantes que la determinan. Hablamos de precariado laboral, de aquellos y aquellas que, tras matarse día a día trabajando, apenas con dificultades pueden llegar a final de mes, sobrevivir. O de exclusión social, de quienes ni siquiera tienen eso, un trabajo que les permita mal vivir. Y seguimos enmascarando la situación, el drama de quienes en su vida diaria en otras partes del mundo o justo a nuestro lado, sufren las consecuencias de una globalización pensada y hecha por y para los poderosos, para los que siempre están arriba de la pirámide social, y que ha dejado en la cuneta de la pobreza y la miseria a millones de trabajadores y trabajadoras.
El Primero de mayo de 1886 los trabajadores y trabajadoras salían a la calle para exigir sus derechos frente al abuso y la explotación. Con la conciencia clara de que sólo desde la unión era posible acabar con unas condiciones laborales absoluta y completamente inhumanas. La reclamación de tiempo para trabajar, tiempo para dormir, y tiempo para vivir (fundamento de la reivindicación de la jornada laboral de ocho horas) suponía un salto cualitativo en la lucha por unas condiciones laborales dignas. Parece mentira que más de un siglo después tengamos que seguir peleando por prácticamente lo mismo por lo que lo hacían nuestros antepasados.
Y es que, como señalaba anteriormente, hemos cambiado palabras, terminología y seguramente formas de explotación (en esta parte del mundo, en otras siguen siendo, por desgracia, prácticamente idénticas a las que se vivían a fines del siglo XIX), pero al final, el panorama laboral después de crisis, recortes y políticas de ajuste para muchos trabajadores y trabajadoras no difiere tanto de ese que vemos casi como un recuerdo histórico.
El contrato social surgido después de la Segunda Guerra Mundial y que dio origen a los Estados del Bienestar ha saltado por los aires, roto en un mundo globalizado y al mismo tiempo cada vez más individualista donde prima la avaricia de unos pocos y el sálvese quien pueda. Y así no se salvará nadie. Porque el egoísmo no genera riqueza, sino especulación, y porque esta no puede asentarse en el sufrimiento de la mayoría de una manera permanente. Todo tiene sus límites.
Si todo cambia, no sólo deben cambiar las palabras, o la superficie, también debe hacerlo el fondo. Y a estas alturas no es admisible que el 43% de los malagueños/as cobre menos del salario mínimo interprofesional (que, recordemos, es uno de los más bajos de nuestro entorno europeo), o que aumenten el número de horas extra sin remunerar al tiempo que aumenta el fraude en la contratación y proliferan los contratos a jornada parcial, que de parcial sólo mantienen el nombre y el sueldo, por cierto. O que prácticamente el 70% sean de una duración inferior al mes. Mientras la desigualdad no hace sino aumentar: en los últimos ochos años las rentas del trabajo han caído en casi 34.000 millones de euros (más de un 6% global), en tanto los excedentes empresariales han aumentado en 7.850 millones (un aumento del 2%), y el coste del factor trabajo en España sigue siendo manifiestamente inferior a la media existente en los países de la Unión Europea.
No puede ser. No se puede consentir. Y no valen las excusas ni las falsas promesas para seguir manteniendo una situación que sólo beneficia a unos en detrimento de la mayoría.
Tras las últimas Reformas Laborales se han dado por supuestas demasiadas cosas, como que la prosperidad, el crecimiento y la salida de la crisis han de pasar necesariamente por devolvernos a las condiciones laborales de hace dos siglos. Por trabajar (quienes puedan, claro) sin descanso en condiciones deplorables y por salarios de miseria. Y que hay que conformarse con ello mientras los mismos que nos repiten sin pausa ese discurso se reparten el pastel. Y no. Simple y llanamente: no. Porque ni nos creemos, ni nos valen a estas alturas discursos ni pretextos. Porque sabemos bien que es posible crecer de una manera más justa. Porque es necesario redistribuir la riqueza y acabar de una vez por todas con la precariedad, el abuso y la explotación. Porque necesitamos empleos dignos y de calidad. Y este 1º de Mayo de nuevo saldremos a exigirlo.
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