Resulta que algunos de los que más se han movilizado en estos días en contra de la postverdad trumposa son aquellos que hasta ayer más empeño ponían en dar por finiquitada la vieja noción de verdad
ANTONIO DIÉGUEZ. CATEDRÁTICO DE LÓGICA Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA EN LA UMA
Lunes, 17 de abril 2017, 07:55
La concepción más difundida de la verdad, según creo, es la que les suelo presentar a mis alumnos como la semántica del culebrón venezolano: «Tú tienes tu verdad, yo tengo mi verdad, él tiene su verdad, etc.». O lo que es igual, «tú tienes tus hechos y los interpretas como quieres, y yo tengo mis hechos alternativos y los interpreto como quiero, y vete a saber los hechos que tiene él y cómo le place interpretarlos». En esto Trump y sus opulentos adláteres no han inventado nada.
El avezado Lenin, en Materialismo y empirocriticismo, un libro que ya ningún leninista lee (y yo tampoco pondría mucho empeño en recomendarlo), se enfrenta, entre otras corrientes filosóficas, a este tipo de relativismo, al que ya entonces ve como una de las causa principales de confusión en las mentes del proletariado, cuya misión histórica esa molicie intelectual era capaz de desactivar con más eficacia que un buen sofá con mesa camilla.
Allí subraya una distinción que resulta inaccesible hoy al ponente medio en la escuela de verano de cualquier partido político: «He aquí -escribe- dos cuestiones evidentemente confundidas: 1) ¿Existe la verdad objetiva, es decir, puede haber en las representaciones mentales del hombre un contenido que no dependa del sujeto, que no dependa ni del hombre ni de la humanidad? 2) Si es así, las representaciones humanas que expresan la verdad objetiva ¿pueden expresarla de una vez, por entero, incondicionalmente, absolutamente o sólo de un modo aproximado, relativo?». O sea, que una cosa es que exista la verdad y otra que podamos estar seguros de haberla alcanzado alguna vez de forma completa y absoluta. Las dificultades que pueda haber para lo segundo no son razones para negar lo primero. Y por si algún proletario incauto no hubiera captado la intención, Lenin aclara: «Desde el punto de vista del materialismo moderno, es decir, del marxismo, son históricamente condicionales los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a la verdad objetiva, absoluta, pero la existencia de esta verdad, así como el hecho de que nos aproximamos a ella no obedece a condiciones». Unas cien páginas después lo dice ya como si estuviera en la asamblea de un sóviet: «El materialismo consiste precisamente en admitir que la teoría es un calco, una copia aproximada de la realidad objetiva».
Así que, nos pongamos como nos pongamos, Lenin era un realista que creía que podíamos alcanzar verdades, aunque aproximadas, pero cada vez más ajustadas a la realidad, y que solo esta noción de la verdad podía ser un instrumento para la liberación de los explotados por el capitalismo. Éste, por cierto, es el mismo motivo que llevó al físico Alan Sokal a levantar a mediados de los noventa la polvareda intelectual que tanto enfadó a los postmodernistas del mundo entero (véase en Wikipedia Escándalo Sokal).
Por lo que se sabe, Donald Trump no se ha dejado influir mucho por las tesis leninistas. No es extraño, pues, que tenga sus verdades y hechos alternativos y que esté dispuesto a convencernos de ellos, aunque para hacerlo se tenga que llevar por delante a la prensa, que es enemiga del pueblo, porque tiene sus verdades, que no son las del pueblo, ya que las verdades del pueblo son las verdades de Trump, y no hay más que hablar.
Para hacer la cosa más divertida, resulta que algunos de los que más se han movilizado en estos días en contra de la postverdad trumposa son aquellos que hasta ayer más empeño ponían en dar por finiquitada la vieja noción de verdad. Aristóteles, un gran genio cuyo Liceo no habría estado entre las cien mejores universidades del ranking de Shanghái, caracterizó la verdad de un modo muy sensato. En palabras llanas, lo que sostuvo fue que la verdad consiste en decir las cosas tal como son, y que la falsedad es decir las cosas como no son. Hay libros enteros que explican cómo la tradición filosófica fue demoliendo sistemáticamente esta noción de verdad hasta convertirla en una solo de las posibles alternativas, con cierto arraigo aún en el ámbito anglosajón, pero decididamente abandonada en la llamada filosofía continental (aunque haya quien, dentro de ese ámbito, quiera recuperarla). Su crítica ha dominado el panorama intelectual desde el siglo XIX.
Todavía la semana pasada decía una socióloga en la radio (sin pretender hacer un chiste) que, como ya había dicho Einstein, todo es relativo. Nadie le había explicado que esa es la interpretación burlesca que había hecho Tono, el humorista de La Codorniz, tras su conversación con el autor de la Teoría de la Relatividad durante una cena en Hollywood. Una teoría que tiene un nombre muy mal puesto, todo sea dicho, porque uno de sus dos postulados fundamentales afirma precisamente que las leyes de la física son las mismas para cualquier observador en un sistema inercial. Y el otro dice que la velocidad de la luz en el vacío es siempre la misma. Una versión popular de la filosofía de la ciencia de Popper puso de moda hace un tiempo que ni siquiera en la ciencia hay verdades objetivas. Pregúntele usted, sin embargo, a un físico cuántos de sus colegas piensan que el segundo principio de la termodinámica está al caer tras el próximo análisis serio que se haga del asunto.
Pero no nos metamos en más vericuetos filosóficos o científicos. Es un motivo de satisfacción, que con pesar habrá que agradecerle a Trump, el que hayamos descubierto de nuevo que hay verdades objetivas, que no todo son interpretaciones igualmente válidas e igualmente respetables, que es un hecho que a su toma de posesión fue menos gente que a la de Obama, y que pensar, como hace el filósofo italiano Gianni Vattimo, que la verdad es enemiga de la democracia es cometer un error de bulto del que cualquier periodista serio podría sacarle. Sin verdad ni hay democracia, ni tendría usted por qué creerse nada de lo que digo.
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