De la visibilidad a la discreción
josé maría romera
Domingo, 12 de marzo 2017, 12:03
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josé maría romera
Domingo, 12 de marzo 2017, 12:03
En tiempos de apariencias presididos por el imperativo de la exhibición y por el ansia de ser conocidos por encima de todo, reivindicar la discreción es ir a contracorriente. Quien se resista a tener presencia en la vida pública o en la actividad social solo puede esperar pérdidas, porque nuestras sociedades de omnivisibilidad patológica han hecho de la notoriedad un bien de culto y una aspiración indeclinable. Lo que en otro tiempo parecía una exigencia propia solo de ciertos oficios o cargos obligados a la presencia pública ha devenido ahora en condición existencial para todos. Hay que estar en el candelero. Es preciso hacerse notar dar la nota, incluso, ser popular, llamar la atención aunque para ello incurramos en indiscreciones que nos lleven a la condena o al ridículo.
En medio de esta fiebre por aparecer surge de vez en cuando una voz que invita a la disidencia. Hace poco fue Josep Maria Esquirol (La resistencia íntima, Acantilado 2015), y es ahora el francés Pierre Zaoui quien, en La discreción o el arte de desaparecer (Arpa, 2017) viene a proponernos una vía hacia la plenitud a partir de la discreción, ese «arte practicado por millones de adeptos con los que nos cruzamos a diario pero que no percibimos jamás». No es el suyo un planteamiento moral, sino político. No propugna la postura del retraído que debido a su carácter opta por colocarse en la última fila, ni del estoico que busca la calma en el retiro. En este sentido todas las morales en todas las culturas han dado amparo al elogio de la discreción, pero casi siempre de forma negativa, como una restricción resignada unas veces, sabia otras o limitación de las apariciones en el mundo para dejar paso a otros. Pero tampoco apunta Zaoui a aquel modelo del «discreto» que propugnó Baltasar Gracián para el cortesano de su tiempo, una mezcla de astucia interesada y de gestión habilidosa de los silencios con el doble fin de hacerse valer y de manipular a los otros. Frente a la discreción moral, la psicológica o la diplomática, Zaoui nos habla de un «arte» de ser discretos que nada tiene que ver con las máscaras, los disimulos o las mentiras. Es únicamente el ejercicio del derecho a retirarse de vez en cuando, a la «alegría de no ser visto y no ver lo que se muestra», a hacer de la propia presencia algo imperceptible.
Como arte que es, la discreción no presenta un entorno conceptual susceptible de ser analizado científicamente, sino que se manifiesta a través de «pequeños gestos, ínfimas posturas, miradas y desvíos de miradas evanescentes» al margen de cualquier teoría. Un arte de combate, pues, una especie de micropolítica para resistir al orden establecido que exige cierto equilibrio entre la presencia y las desapariciones. Desaparecer no es abandonar, aclara Zaoui, y mucho menos entregarse al deseo de no ser, de morir. Su mecánica se manifiesta en la discontinuidad, en la alternancia entre momentos de visibilidad y de sombra que nadie puede decidir por nosotros. Ahí reside su potencial subversivo y sobre todo su promesa de felicidad, una «felicidad por sustracción» en palabras de Zaoui. El filósofo distingue entre dos modelos dominantes de felicidad. Uno, el acumulativo, de estirpe capitalista, cifra la plenitud en el tener. El otro, el que busca la felicidad en el ser, es el que él llama «filosófico» (aunque advierte con cierta sorna que por suerte va más allá de los «profesionales de la filosofía»). Pues bien, la experiencia de la discreción se aleja de esta alternativa porque propone desprenderse tanto de los bienes como del propio ser, tanto de las demandas del exterior como de las interiores. La máxima felicidad supondría por tanto sentir que no se tiene «nada que perder, nada que ganar, nada que demostrar, nada que mostrar».
Contra la opinión mayoritaria que sitúa la vida en el circo mediático y social donde pululan los narcisismos, Zaoui invita a dejar de leer el periódico y de mirar la televisión y de ceder a la tentación hipercomunicativa de las redes, habrá que añadir para consagrarse a otras fuentes de información más «desaparecientes» y en consecuencia más fiables y más cercanas a la vida.
El papel de la filosofía hoy consistiría en practicar esa desaparición para indagar en el verdadero espíritu del tiempo, en esa «belleza sin ruido» que, lejos de la belleza espectacular que pretende subyugar al mundo, fuera una belleza desnuda, anónima y ofrecida a todos a condición de saber percibirla: la belleza democrática. Ahora bien, ¿hasta cuándo será posible llevar a la práctica estas formas de disidencia? ¿Qué espacio para la desaparición puede quedarle al nuevo discreto cuando sabe que ni uno solo de sus movimientos deja de ser registrado por los nuevos sistemas de control? Basta ver las recientes revelaciones sobre el espionaje practicado por la CIA sobre ordenadores, tabletas y teléfonos móviles para albergar pocas esperanzas de liberación.
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