De nuevo se ha roto la continuidad histórica, de nuevo las siguientes generaciones alzan la bandera de la regeneración, aborrecen de su legado y quieren asaltar los cielos
FEDERICO SORIGUER. MÉDICO
Martes, 2 de febrero 2016, 09:58
Tengo amigos optimistas que opinan que «el país está mejor que hace 40 años», que «cambiar nuestro ADN político y social lleva generaciones». Cosas así argumentan cada vez que los pesimistas le advertimos que desde que Franco murió ha pasado ya ¡casi medio siglo! Pero ni los unos ni los otros tenemos respuesta, solo la esperanza de que no volvamos a fracasar, de que esta vez no sea así, de que ¡no puede ser así!
Volvamos por un momento los ojos hacia el pasado. En aquella famosa y alabada Transición hubo una gran incertidumbre pero estuvo llena de ilusión, pues por primera vez nuestro país parecía capaz de romper con sus demonios familiares. Sí, éramos más jóvenes, cuarenta años más jóvenes, pero ¿es esta desesperanza actual solo una cuestión de edad? Es posible, aunque también una cuestión de esa maldita memoria que da el paso de los años. Porque lo que ocurrió después es que las mismas élites políticas que hicieron posible la modélica Transición fueron poco a poco, como si estuviesen prisioneros de un destino manifiesto, generando una insoportable situación que ha desencadenado en los más jóvenes esta ola de desafección o desencanto, pero que también ha llenado a algunos viejos con memoria de desánimo.
De nuevo se ha roto la continuidad histórica, de nuevo las siguientes generaciones alzan la bandera de la regeneración, denuncian a sus inmediatos predecesores, aborrecen de su legado y quieren asaltar los cielos, aunque esta vez sea por la vía de reinventar la democracia. Sí, me gustaría ser optimista como mis amigos optimistas. Al fin y al cabo a quién le importa si uno está o no animado. Lo importante es la historia. Y la historia es implacable con los ánimos de los individuos. Esto es lo que creía Hegel, más o menos.
Pero si algo habíamos creído los de mi generación es que precisamente la democracia era depositaria de un sistema de valores que impediría dejar abandonados a los heridos en el campo de batalla. Que la democracia, en fin, sería un sistema que permite a los individuos liberarse, de alguna manera, del peso de la historia. No ha ocurrido así. La clase dirigente de la Transición (y sus herederos políticos) se ha ido pareciendo cada vez más a la cleptócrata clase franquista y la sociedad civil actual a la sociedad ordinaria e inculta de la mejor tradición pícara española (al menos si la sociedad civil es la que aparece en los programas populares de la televisión).
Y aquí estamos, con una Cataluña desmadrada a cuyo desafío no se le ha hecho frente durante años más que con la tosquedad con la que discurre la política española (la real de los políticos y la virtual e impresentable de las tertulias televisivas). Un desafío al que solo muy recientemente, tal vez demasiado tarde, algunos intelectuales e historiadores (los únicos por otro lado que tienen verdaderos argumentos) se han atrevido a plantar cara.
Sí, aquí estamos de nuevo viviendo «otro momento histórico», ¡otro más, qué hastío!, intentando interpretar qué ha dicho el pueblo en las últimas elecciones, como si existiera 'el pueblo', como si existiera algo parecido a una conciencia colectiva que puede ser escrutada electoralmente.
Mis amigos optimistas dicen que es esta una gran oportunidad y mis amigos pesimistas temen que esta gran oportunidad se vuelva a desperdiciar, pues ahora los nuevos agentes políticos no tienen miedo como tuvieron aquellos de la Transición a repetir los horrores de la guerra civil, sino que están encantados de haberse conocido, especialmente los partidos llamados emergentes y muy especialmente este conjunto de agrupaciones que incluye a Podemos, cuyo discurso y coherencia política es una verdadera incógnita que necesita pasar por el hervor de la realidad para convertirse en una opción políticamente fiable. Y es a este encantamiento a lo que algunos de estos viejos pesimistas tienen miedo. Miedo a entrar en una vorágine política que no seamos capaces de controlar. Por mucho que se empeñen los nuevos augures, no será posible construir un nuevo modelo político sin garantizar el estado de derecho, lo que exige alguna forma de continuidad histórica, como no será posible garantizar esta con la permanente amenaza de separación de Cataluña a cuyos independentistas no bastará con seducir, como si la relación política fuese un juego erótico de serie B.
Es por todo esto que mis amigos pesimistas, muchos de ellos con una larga tradición cultural de izquierdas, creen, sin estar seguros, que la mejor de entre todas las malas opciones posibles sería en este momento una gran coalición entre el Partido Popular, el Partido Socialista y Ciudadanos, en la que estos dos partidos, especialmente el PSOE, pusiera las condiciones necesarias para que parte de su programa pudiese llevarse a cabo, lo que impediría que se viese como una derrota sino, por el contrario, como un ejercicio de generosidad y de pragmatismo político, dos virtudes que por escasas en nuestro país son muy esperadas.
Si así hicieran le costará al PP rechazar la propuesta después de tantos requiebros y zalamerías hacia el PSOE, desde que se vieron los resultados de las elecciones. Sí, este gran acuerdo tendría un alto coste político para el PSOE, se suele decir. Es posible, aunque algunos, entre los que me cuento, lo dudamos, incluso algunos creemos que todo lo contrario. Es más, si tal cosa sucediese, es posible que algunos de mis amigos pesimistas dejaran de serlo y volverían a recuperar la esperanza al ver que en la clase dirigente sobrevive aún, aunque sea residualmente, la vieja noción de patriotismo, que no es solo una emoción de la que con desvergüenza una clase de derecha, rancia y en retirada, tanto ha abusado, sino una cuestión de pragmatismo, esa disposición a anteponer los interés particulares a los generales.
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