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JAVIER GUILLENEA
Martes, 26 de septiembre 2017, 00:47
Ahora que se habla tanto de choque de trenes, cabe la remota posibilidad de que ese momento no llegue, y no por un acuerdo inesperado, sino porque en Cataluña es común que, cuando un tren de cercanías parte de un extremo, del otro no salga nadie o lo haga con retraso. Así es difícil el encontronazo.
Si hay algo en lo que están de acuerdo los catalanes es en el pésimo funcionamiento de sus ferrocarriles, que el 1 de enero de 2010 tomaron el nombre de Rodalies después de que el Ministerio de Fomento traspasara a la Generalitat este medio de transporte, aunque solo lo hizo a medias. El Govern asumió la gestión de los trenes y del personal, mientras que Adif se quedó con la titularidad de la infraestructura y Renfe se mantuvo como la empresa que operaba el servicio. Era una situación ideal. Si las cosas no funcionaban como debían, el culpable siempre era el otro.
Funcionar, funcionan, pero poco y mal. Los servicios de cercanías en Cataluña, que transportan a unos 400.000 viajeros al día, son lentos, registran constantes averías, son impuntuales y han protagonizado jornadas de caos que han afectado a decenas de miles de personas. Los motivos son tantos que dan para un muestrario de agravios. La red ferroviaria catalana es antigua, está sobrecargada y mal señalizada, se colapsa en los cuellos de botella a la entrada de Barcelona y solo recibe inversiones para la alta velocidad.
Los Rodalies no son lo único que funciona mal en Cataluña, donde los recortes económicos provocados por la crisis han hecho estragos en la Sanidad. En los últimos años la Generalitat ha recortado el presupuesto de los centros públicos en un 14%, hay 160.000 pacientes en lista de espera para operar y 200.000 aguardando una prueba diagnóstica, los sueldos de los trabajadores del sector han sufrido recortes de hasta el 25% y se han volatilizado 6.000 empleos. La pérdida de músculo del sistema sanitario público ha provocado la precarización de las condiciones laborales de los profesionales, así como el cierre de servicios en hospitales y centros de atención primaria. Y, sobre todo, ha sido la excusa perfecta para llevar a cabo una política de privatizaciones y externalizaciones.
El deterioro sanitario llegó a extremos tercermundistas en octubre de 2015. Ese mes la Generalitat comunicó a las farmacias que ya no tenía dinero para pagar medicamentos. Por aquel entonces el Gobierno catalán debía a estos establecimientos 330 millones de euros, cantidad que pudo reducir gracias a una partida extraordinaria del Fondo de Liquidez Autonómico (FLA) habilitada por el Ministerio de Hacienda. La deuda es hoy de 200 millones.
Dependencia
Los que no levantan cabeza son los servicios sociales. Entre 2010 y 2015 el gasto público social de la Generalitat se redujo en 3.456 millones de euros, lo que significó un descenso del 17%. Aunque el Govern ha tratado de revertir esta situación en los dos últimos ejercicios, aún no se ha llegado a los niveles previos a 2010.
Una de las consecuencias es la paralización del sistema catalán de dependencia, que en la actualidad tiene los mismos beneficiarios que en 2012. En 2016 la comunidad retrocedió en servicios prestados (-6.816) y en prestaciones de cuidadores familiares (-13.464). En Cataluña hay 90.673 personas en lista de espera para acogerse a la ley de dependencia. Se calcula que para atenderlas al ritmo del incremento de beneficiarios del último año se necesitarían cuatro siglos.
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