Cristóbal Moya, un niño de cinco años por la carretera Málaga-Almería
81 aniversario de 'La Desbandá' ·
«Esto tiene que saberse». Cristóbal se disponía a cenar con sus padres ajeno a todo en la Plaza de la Merced aquel 7 de febrero de 1937. Horas después estaría huyendo por la carretera hacia Almería bajo las bombas. Fue testigo de vivencias que aún le remueven. A sus 86 años, su relato es aún el de un niño impactado por el horror
Esa noche iban a cenar habichuelas verdes con huevo cocido. Para él era un manjar, uno de los platos preferidos que preparaba su madre, pero algo salió mal. Con tan solo cinco años no pudo entender por qué sus padres dejaron la olla en el fuego, a punto de ebullición, y le cogieron en brazos para salir corriendo. Pronto comprendió que no eran los únicos que se iban “de viaje”. Desde su casa en la Plaza de la Merced hasta la carretera de Almería pudo ver con asombro infantil cómo cientos de personas salían igual que ellos a todo correr, dejándolo todo atrás. Entre gritos, miedo y confusión, comenzaron los siete días más duros para el niño Cristóbal Moya y los más de 150.000 malagueños que huyeron de la ciudad el 7 de febrero de 1937, día de ‘la Desbandada’.
La población civil llevaba días escuchando al general Queipo de Llano radiando la inminente conquista de Málaga ‘la roja’ en plena Guerra Civil. La milicia republicana ya había abandonado el frente y en los Montes se veían las hogueras de las tropas nacionales (guarnecidas con infantería italiana aportada por el dictador fascista italiano Benito Mussolini y marroquíes reclutados por Franco). A sus 86 años, Cristóbal Moya recuerda aquellos días con una nitidez asombrosa. “Mi padre me dijo: ‘Mira, el monte está brillando, ¡qué bonito!’... se refería a las hogueras, que se veían después de que se apagaran las luces en la ciudad para ponérselo más difícil… ellos ya sabían que iban a bajar a por nosotros”.
Gritaban "¡ya vienen!" y cundió el pánico
Mucho se ha elucubrado sobre cuál fue el detonante de aquella huida masiva, pero él solo recuerda que la gente gritaba “¡ya vienen!” y cundió el pánico. Durante días, la ciudad había acogido numerosos refugiados de los pueblos del interior, ya ocupados, signo del avance nacional. El 7 de febrero, domingo de carnaval, todo estalló y los civiles decidieron emprender el camino hacia Almería, desde donde podrían acceder al Levante Español, zona republicana. En su éxodo, aviación nacional, alemana e italiana ametrallaron la carretera Málaga-Almería, donde la inmensa mayoría de las personas que la recorrían eran civiles. Desde el mar, los cañoneros Baleares, Canarias y el Almirante Cervera bombardearon la columna humana que ya llegaba hasta Torre del Mar cuando las tropas entraron en la ciudad. Se desconoce la cifra oficial de víctimas mortales, aunque se ha barajado las 60.000.
Cristóbal ha revivido aquellos días muchas veces a lo largo de su vida. Se recuerda a sí mismo como un niño “curioso, interesado en leer y escribir desde pequeño”. Esas facetas le han permitido documentar lo que vivió y reflejarlo en diferentes cuadros y libros. Uno de ellos se llama ‘La huida que me tocó vivir’. En la portada se ve una fotografía de él junto a sus padres recién llegados a Valencia, lejos del peligro, y en el interior se recoge un poema en el que recuerda cómo se vivió aquel episodio a los ojos de los niños. ‘Siete días’ recoge la angustia de lo que presenciaron él y otras muchas personas.
Siete días, por Cristóbal Moya
Siete días de amargura,
siete días de locura,
siete días de tortura,
siete días, siete días.
No me quiero ni acordar
madre mía, va terminando
el domingo de aquél siete de febrero,
mis ojos se dilatan de niño lleno de miedo.
A mi poca edad no entendía
lo que estaba sucediendo,
gritos, llantos, carreras,
caras desencajadas del gentío malagueño
Con el pan y con el cuerpo
resbalones y tropiezos,
llantos de niños pequeños,
restregándose los ojos con sus caritas de sueño
Siete días, siete días.
Mamá, quiero dormir como siempre,
en mi cuna rodeado de juguetes
del mago Merlín, mi caballo de cartón
y a los pies el roce de mi balón.
Siete días, siete días.
¿Qué lo que está pasando?
De la mano me lleva casi en volandas
en la negra y fría noche entre un gentío impotente.
Despedidas, llantos y penas,
empieza el gran éxodo
sin saber dónde me llevan.
Malagueños no temáis,
que tiempo tenemos ya,
más ligeros son los pasos
para podernos alejar de las tropas
enemigas que nos quieren aniquilar.
En mis cortos cinco años
no paraba de escuchar
siete días, siete días nos
faltan para llegar.
Estaré soñando,
¿será verdad lo que pasa a mi alrededor?
Pronto salí de dudas,
todo era realidad.
Dando traspiés, somnoliento
y en mi cuerpo un gran temor
partimos junto a las gentes,
mi madre, mi padre y yo.
Siete días, siete días,
en aquel río humano,
familias enteras
todo lo dejaron atrás,
siete días nos esperan,
de jamás imaginar.
Aviones a ras de tierra
no paran de ametrallar,
los barcos por la costa
bombardean sin parar.
Hambre, cansancio, locuras
llantos, heridos, muertes.
Siete días, siete días
nos esperan para llegar a Almería.
“Fueron los siete días más terribles que pasamos para poder llegar a Almería… bombardeando la carretera, los aviones por un lado, los barcos por otro… hambre, los pies llenos de llagas, mi madre tenía sangre en las piernas”. Su tono se asevera al llegar a este punto.
«Cuando hablo de esto me emociono. No lo puedo aguantar»
Cristóbal vive una vida tranquila junto a su mujer Antonia Muñoz en un piso de Ciudad Jardín. Está en constante contacto con sus cuatro hijos y sus nietos, cuyas fotos adornan las paredes del salón, en el que hay un televisor muy pequeño y muchos libros. Las imágenes de ‘la Desbandá’ se le anudan en el pecho cuando las recuerda. “Vi personas que le mataron a sus hijos por la metralla, loca… una señora cogió dos piedras y empezó a darse golpes en la cabeza para quitarse de enmedio. A mí me llevaron para que no lo viera, aquello fue terrible”. En este momento se disculpa: “Siempre que hablo de esto me emociono, no lo puedo aguantar”, comenta mientras se seca las lágrimas.
Tras una pequeña pausa, retoma el relato: “Me duele más la mala leche que hay que tener para ametrallar a personas inocentes, niños y mujeres que no se habían metido en líos” (se refiere a los conflictos que se sucedieron en Málaga durante los últimos años de la República antes del alzamiento nacional, en los que se quemaron numerosos conventos). “Mi padre tendría unos 20 años, me tuvieron con 15 años, era un crío trabajador, sin más”.
La partida: "¿Qué pasa papá?"
Cuando los padres de Cristóbal se decidieron a abandonar su casa, él vivió el episodio con ojos de niño, dejando que el miedo y la curiosidad se mezclaran. El frío y el hambre hicieron que su padre lo llevara a cuestas hasta El Palo (unos seis kilómetros) “y parecía que no le pesaba”. Todo era nuevo y se fue grabando en la memoria. “¿Qué pasa, papá?” preguntó. “Nada, hijo, que nos vamos de viaje a Valencia”. “Nos vamos ahora mismo, nos vamos ahora mismo, toda Málaga está llena de gente con bolsos y bultos de sábanas con las cosas caras. Que se van, ¡que nos vamos!”. Eso le dijo su padre a su madre, espoleado por el temor y pensando que su hijo no les escuchaba. “Mi madre apagó el fuego de la cocina, cogieron el cuatro bultos y salimos corriendo”, cuenta.
“Había un murmullo en la ciudad; unos gritando, otros llorando, los padres y los más viejos no podían andar…”. De nuevo, Cristóbal hace una pausa para frenar las lágrimas, recordando cómo su padre cargó con él, pese a que tampoco había cenado, un detalle que parece pesarle más que cualquier otro (“las habichuelas…”). Después recuerda que en Torre del Mar “se portaron muy bien”. En este punto muchas personas se sumaron a la carrera desde los pueblos de la Axarquía, que compartieron la poca comida que tuvieron con el resto. “Aquello era un enjambre de gente, mi madre y yo perdimos de vista a mi padre varias veces”. Recuerda que un “viejecito” iba montado en un borriquito y le ofreció a su madre que cargara con el niño durante un tiempo para que descansara. Una pequeña victoria para el pequeño Cristóbal que, en medio de la tragedia, se emocionó al cabalgar por primera vez. “Iba contento no por dejar de andar, sino por montar en un borriquito”.
La comida escaseaba y las cañas de azúcar se convirtieron en el único alimento que llevarse a la boca. “Mi padre me animó a pedirle puchero a unos gitanos que estaban cocinando al lado de la carretera… me dejó la petaca en la que guardaba el tabaco para que me sirvieran ahí la comida, pero el olor no me dejó comer”.
Los bombardeos: "Mi abuelo me tiró a una chumbera y se tumbó encima de mí"
Conforme el camino se hacía más duro, las cunetas comenzaron a llenarse de enseres y objetos de valor, que en ese momento se habían convertido en una carga prescindible. “Recuerdo ver vajillas de las buenas tiradas y pisoteadas”. Al poco tiempo, el éxodo se hizo rutinario, hasta que de repente, a la altura de Torre del Mar, comenzaron a escuchar un rumor lejano, grave y continuo. Nadie sabía lo que era, hasta que alguien dijo “¡son motores!”. La aviación había llegado dispuesto a cortar el paso a los civiles. Queipo de Llanos justifica en sus memorias este ataque argumentando que el grueso del éxodo está compuesto por milicia y líderes políticos de izquierdas, aunque no era cierto.
En el momento de los bombardeos, que masacraron a cientos de personas en el acto, Cristóbal iba con su abuelo materno, que se unió al núcleo familiar tras encontrarse en el camino. “Me tiró a una chumbera que había al lado de la carretera y se tumbó encima mía. Cuando todo pasó, yo lloraba porque me había clavado muchas espinas, pero él me decía: ‘estás vivo, estás vivo’... me había salvado la vida”. Uno de los cuadros que ha pintado sobre este episodio refleja la descarga de los aviones alemanes y los cadáveres acumulándose en la cuneta. “Recuerdo imágenes muy duras, las metralletas hacían polvo a la gente”.
Con la misma nitidez recuerda que un avión de los nacionales perdió un motor y se estrelló en la playa. “Ahí nadie entendía de bandos, tenemos sentimientos en el corazón y todo el mundo fue a ayudar”. Al parecer, el piloto (“un crío que cumplía órdenes”), pidió agua, y alguien reparó en un vaso de cristal que el niño Cristóbal se había agenciado y guardaba como un tesoro. “Me emperreté y no se lo quería dar, no por nada, sino porque era mi vaso”. Finalmente su padre le convenció de que le diera el vaso al piloto con la excusa de que le compraría otro al llegar a Valencia, aunque no recuerda si lo hizo.
Llegada a Almería: «Nos recibieron con las puertas cerradas»
Cuando llegaron a Almería, el miedo que se había instalado en la población de la ciudad hizo que los refugiados fueran recibidos con las puertas cerradas. Nadie quiso ayudarles. Fueron transportados en un tren de ganado hasta Alicante, donde fueron tratados como refugiados y recibieron la bondad de los ciudadanos. “Nos llevaron a un cine precioso, tapizado de rojo; mi madre me fue a comprar un jersey, nos lo regalaron, lo mismo pasó con unos churros y un tebeo del mago Merlín”. Llegaron sanos y salvo (milagrosamente), y allí pasaron lo que quedaba de guerra con unos familiares.
A la vuelta a casa, tras la victoria de Franco, “la Guardia Civil rodeó el tren y se llevó a todos los hombres a los campos de concentración de Málaga”, cuenta. Su padre pasó varios años encerrado hasta que alguien dio la cara por él y juró que no había hecho nada en las revueltas previas al alzamiento, consiguiendo reunirse con su familia. Cristóbal termina su historia emocionado y sobrecogido, pero satisfecho, “porque esto tiene que saberse”. Asegura que no hay revanchismo en sus palabras, ni ganas de abrir heridas, todo lo contrario. “La gente tiene que saber lo que pasó, para que siempre hablemos y nos entendamos antes de llegar a ese crimen”.
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