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Sábado, 4 de octubre 2014, 02:16
Cuando en 1845 Pascual Madoz logró reunir los datos históricos, estadísticos, censales, toponímicos y económicos de nuestra ciudad y provincia dando a la imprenta el volumen «Málaga» de su Diccionario Geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, del Distrito I de la ciudad, decía: «... principia en la plazuela de los pasillos de Puerta Nueva, estribo izquierdo del puente, pasillo de Atocha y Alameda de los Tristes (actual Alameda de Colón); continúa por el Espigón a las playas de Pescadería, Muelle Nuevo o Embarcadero, Cortina del Muelle, Muelle Viejo, La Malagueta y paseo de Reding; vuelve a la Alcazaba y Aduana Nueva y se dirige por la calle del Cister, la de Santa María, plaza de la Constitución, calle de San Sebastián o de la Compañía, hasta dicha plazuela de Puerta Nueva».
Como observa el lector, no hay ninguna alusión a la plaza ni tampoco a la Acera de la Marina. La razón de la aparente omisión de tan señaladas localizaciones urbanas está en que, para dicho año, tanto una como otra formaban parte de un conjunto de construcciones no demasiado meritorias, que, diseminadas en cinco isletas separadas entre sí por ocho callejas angostas, ocupaban lo que se designaba popularmente como Explanada del Puerto, más tarde plaza de Augusto Suárez de Figueroa y, a partir de la demolición de dichas viviendas, plaza de la Marina, de Queipo de Llano y de nuevo de la Marina.
Francisco Bejarano Robles, al documentar la historia de este entrañable ámbito urbano, situado frente a la entrada principal del puerto y entre las actuales calles Sancha de Lara y Molina Lario, dice de todo él que correspondía casi exactamente a parte del paño de la antigua muralla árabe que discurría desde la Puerta de Espartería hacia la de los Siete Arcos, y agrega: «La primera de éstas se abría en lo que hoy es entrada a las calles San Juan de Dios y Sancha de Lara, y la segunda, hacia el comienzo de la calle Ancla. En dicho lugar se encontraba el famosísimo Castil de Ginoveses, fortaleza, factoría y barrio propio de los mercaderes de aquella república italiana, que quizá lo establecieran durante la dominación árabe, y que después de la Reconquista continuaron aquí ejerciendo el comercio con ciertos privilegios, pasando aquella fortaleza a depender del alcaide de la Alcazaba».
Fue durante siglos, pues, explanada que permitió a la ciudad extenderse hacia el mar como un pequeño apéndice urbano extramuros gracias a la existencia del recinto fortificado del Castil, brillantemente descrito por Hernando del Pulgar cuando los Reyes Católicos pusieron cerco a la Málaga musulmana en el mes de mayo de 1487 hasta su rendición en agosto del mismo año.
Pero la que hoy llamamos plaza de la Marina, con sus antiguos e intrincados grupos de construcciones irregularmente dispuestos a su ancho y largo, tuvo un uso eminentemente portuario. Fue en realidad gran auxiliar de nuestro puerto, pues al carecer de vallado y al estar situado su principal embarcadero muy dentro de la propia urbe las faenas de embarque de nuestros productos tradicionales (vinos, pasas, almendras, cítricos, salazones, cordelería, encurtidos y otras manufacturas industriales y artesanas) se realizaban prácticamente en ella.
La línea divisoria entre el mar y la ciudad tras la antigua muralla era el propio rebalaje, toda vez que la playa que se extendía por delante de la Puerta del Mar se estrechaba en este lugar y permitía un uso portuario constante. La Acera de la Marina, tal como la podemos contemplar en los viejos grabados de los siglos XVII al XIX, comenzó a diseñarse de forma espontánea y sin previa intención estética ni arquitectónica a partir de 1725, año en que se constata creciente deterioro de la muralla, lo que produce el progresivo derrumbamiento de parte de ella.
Sobre esta circunstancia tomo nuevo apunte de Bejarano Robles: «Arruinada la muralla y terminada de derrocar en sus trozos más resistentes, a comienzos de la centuria siguiente (siglo XIX) se iniciaron las construcciones particulares aprovechando los cimientos y materiales de los antiguos muros, y bien pronto quedó constituida esta vía que, por su especial anchura, con casas solamente a un lado y por su proximidad a la playa y puerto, fue bautizada con el nombre de Acera de la Marina. Esta calle es, por tanto, coetánea de la Alameda, de la época del sombrero de copa, la levita entallada y el ampuloso miriñaque; y, en principio, tuvo su empaque señorial y opulento».
TEODORO REDING
En efecto, la Acera de la Marina nació a impulsos de la propia Alameda Principal, cuando el mariscal de campo Teodoro Reding decidió en 1806 relanzar los viejos proyectos y órdenes reales relativos a la demolición de las murallas árabes en cuyos terrenos resultantes, una vez adjudicados a las principales familias del dinero, el comercio y la industria locales, se autorizaría la construcción de numerosos palacios y casas, algunos de los cuales todavía existen.
Si es cierto que cada calle, plaza o enclave ciudadano consiguen por su uso su propio ambiente y personalidad característicos respecto a otros más o menos próximos, no cabe la menor duda que tanto la Acera como la plaza de la Marina, dadas sus directas relaciones con el puerto, alcanzan desde sus definiciones como plaza y calle, respectivamente, un color y un pulso que los hacen exclusivos.
Vuelvo a Bejarano: «Entrada obligada a nuestra ciudad por el puerto, fue esta calle, desde sus orígenes, bulliciosa y cosmopolita, participando del ajetreo mercantil del muelle inmediato con sus faenas de cargas y descargas y su afluencia de negociantes, oficinistas, armadores, consignatarios, arrumbadores y carreros y demás personal que participaba en los trabajos del puerto o acudía a los despachos, agencias y almacenes próximos, o a los inmediatos edificios donde se hallaban establecidos el Resguardo de Rentas Generales, que ocupaba el edificio que se llamó de la Parra, y la Administración de las Salinas del Reino, que estaba al comienzo de la Alameda, esquina a calle de los Carros, y que, posteriormente, sirvió para instalar la Aduana del puerto».
Existe una variada iconografía urbana, desde los grabados obtenidos del directo por Francis Carter en los decenios finales del siglo XVIII hasta las primeras fotografías del último tercio del XIX, que revelan con minuciosidad y detalle el ambiente de la plaza y de la calle desde la Alameda hacia el Boquete del Muelle. En estos materiales gráficos queda documentada la Málaga que ya dispone de plaza y Acera de la Marina.
En efecto, a la no intencionada belleza y sobriedad de las edificaciones que formaban calle y cornisa, según fuera la Acera de la Marina o la llamada Cortina del Muelle, respectivamente, teniendo delante de lo que es hoy la esquina del Málaga Palacio uno de los embarcaderos sobre pequeña y recoleta playa donde varaban jábegas y embarcaciones a vela, todo el sector reflejaba el activo pulso de la vida marinera.
Sobre la plaza levantábanse improvisados tinglados para la custodia de mercancías y se veían por todas partes, diseminados de forma irregular, bocoyes y pipas para la exportación de nuestros famosos caldos vinateros, pirámides de cajas de pasas dispuestas para viajar a otros países y murallas de envases de licorería a la espera de pasar a las oscuras bodegas de los mercantes. Por el lado occidental de la misma plaza, en el arranque de la actual avenida de Manuel Agustín Heredia, la zona portuaria era absolutamente abierta. Los barcos de escaso calaje amarraban prácticamente dentro de la ciudad, toda vez que el muelle penetraba hacia la citada esquina formando un no desdeñable fondeadero.
Por el territorio intermedio entre la marina y las edificaciones pululaban marineros de todas las latitudes, propietarios y representantes de no pocas casas comerciales extranjeras que en la zona tenían instalados escritorios y oficinas. Igualmente, las representaciones consulares, que tan importante papel desempeñaban con las autoridades locales y grupos gremiales a la hora de fijar los precios de las pasas y otros productos, también tenían sus oficinas en el mismo ámbito o sus proximidades. Y estaban los fornidos hombres de la colla portuaria, arrumbadores y braceros, cargando y descargando mercancías. Carros y bateas eran los medios de transporte utilizados, tanto para arrimar como para retirar la carga, correspondiendo a dichos vehículos un papel protagonista en las tareas de servicio del activo puerto comercial malagueño de los citados decenios.
CRISOL DE CULTURAS
«Esta Acera, desde su nacimiento, vio pasar marinos de todos los mares y a gentes de todos los países, desde el rubio noruego al negro africano y desde el malayo al inglés, teniendo para todos la misma acogedora simpatía y brindando a uno y otros, sin distinción de raza ni color, el amable refugio de sus tabernas y cafés con el consabido y famoso vino de la tierra; esta calle oyó desde un principio hablar las jergas e idiomas más diversos y escuchó las más variadas canciones cuando el moscatel, el lágrima o el Pero Ximén hacían sus efectos en las firmes cabezas extranjeras, inconmovibles, tal vez, ante la tempestad; pero incapaces de resistir el dulce fuego de los caldos malagueños».
A partir de los decenios finales del siglo XVIII puede decirse que comienza a ser realidad, en principio de forma larvaria y tímida y más tarde de manera decidida, el definitivo ensamblaje de la urbe con el puerto, o al revés, y esta evidencia se traduce en proyectos portuarios que se activan pese a las dificultades económicas de cada momento.
Mas esta íntima relación no tiene únicamente efectos mercantiles. En el trasiego de gentes que van y vienen, muchos de quienes llegan por una temporada acaban echando raíces entre nosotros y crean, más tarde, sus propias industrias o entidades mercantiles, y malagueñizándose los unos y las otras; Málaga actúa como crisol que funde la cultura foránea con la vernácula y decanta, en favor de todos, un sedimento más universalista por tanto menos provinciano del propio ambiente general de la ciudad.
Del rebalaje a la zona de influencia portuaria surgida con la plaza y Acera de la Marina, y en el dédalo de callejas estrechas y sinuosas que perteneciendo al tejido urbano de la ciudad musulmana intramuros le quedó a la espalda, nació toda una suerte de relaciones humanas, mercantiles, comerciales y aun afectivas. Allí, en los ambientes taberneros y posadas marineras, se dice que nació nuestra voz «merdellón» o «merdellona», de «merde» o mierda en francés, que, todavía en uso y aplicado en principio al criado o criada que sirve la mesa con desaliño, sigue en nuestra ciudad designando a la persona que física e interiormente desagrada por sus modales, formas de hablar y maneras de defender sus puntos de vista.
Otro clásico de la historiografía malagueña, el canónigo Medina Conde, al documentar las distintas puertas que Málaga tuvo y tenía hasta el año 1790 en sus viejas murallas árabes tanto abiertas como cegadas en el año de su estudio las designa una a una por su propio nombre, asegurando que eran 30 las existentes. Acerca de las más próximas a la plaza y Acera de la Marina, el paciente documentalista dejó escrito:
«La diez y once (se refiere a dos de ellas que se hallaban próximas a las actuales calles Sancha de Lara y Molina Lario) eran las de Espartería y la del Valuarte de la Nave, que estaban inmediatas una de otra. Delante de ellas estaban la Lonja, y Plaza de Armas que tenía la Ciudad para resguardo del muelle y puerto, situado aquí en lo antiguo, y aun en el siglo pasado. Viendo amenazada ruina la de Espartería, que estaba en el muro de su nombre, mandó la Ciudad en Cabildo de 17 de Marzo de 1654 se cerrase ésta, y quedase la del Valuarte bien fortificada, poniéndole otra enfrente, como se ve ahí. Desde entonces quedaron con ésta los dos nombre de Valuarte de que subsisten los dos torreones de él, y de Espartería, que es el más común; también la Cruz, por una que le puso el Corregidor Carrillo, cuando la reedificó en 1675 y le puso puertas nuevas».
Y ofrecía otro dato: «En la tribuna que está por la parte de adentro se venera la imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso, que en 1640 colocó el célebre Abogado D. Alexandro de Montoya». También informó de una inscripción cercana a las puertas de referencia: «Reinando la Católica Majestad de D. Carlos II, reedificaron estas murallas desde el Torreón a la Puerta del Mar, y se hizo el parapeto y puertas de Espartería, siendo Gobernador de esta Ciudad D. Fernando Carrillo y Manuel, Comendador de Almendralejo, Orden de Santiago, y Adelantado mayor de Andalucía, D. Pedro Muñiz de Godoy, Gentil Hombre de la Cámara de S. M., Marqués de Villafiel, Conde de Alva de Tajo, del Consejo de Guerra, año de 1674».
INESPERADO ADORNO
Como consecuencia de las obras de construcción de calle Larios, y con el fin de acomodar al nuevo atirantado la plaza de la Constitución, se mandó desmontar la fuente de las Tres Gracias, diseño y construcción del francés Durenne en su fundición de Sommevoire, y se traslada al espacio que ya para entonces quedó libre delante del puerto al crearse el Parque en 1896. Por tanto, al iniciarse el siglo XX la plaza de la Marina ya tiene en su centro la bellísima fuente en su segunda ubicación. Ello hace que la gran explanada, desde el punto de vista urbano y de uso, alcance un desarrollo posterior distinto. Ya no se utilizará como solar auxiliar del puerto en las tareas de carga, descarga y almacenamiento, puesto que en el interior del perímetro portuario ya existe espacio suficiente para ello, además del primer tinglado cubierto.
La fuente fue instalada a mayor nivel del piso, de manera que su albercón quedara a suficiente altura para ser contemplado desde cualquier lugar de la plaza. Rodeada de su clásica verja pintada de verde oscuro, a partir de ella se extendía en círculo y a ras del adoquinado un bien cuidado parterre en el que los jardineros municipales de la época pusieron arte y gracia al diseñarlo, cuidarlo y mantenerlo hasta que el Ayuntamiento, de nuevo, acordó trasladarlo de manera definitiva al lugar donde hoy se encuentra, frente al Hospital Noble.
Todo expedito, la plaza tenía en su esquina occidental el viejo cuartel de carabineros La Parra, resto del antiquísimo Resguardo de las Rentas Generales, que allí existió hasta el año 1780. A su espalda, la calle de los Carros, en parte surgida de la demolición del edificio que albergó la Administración de las Salinas, permitió establecer en ella (de ahí su título) una parada de carros y bateas al servicio permanente y exclusivo de las operaciones portuarias.
Al llegar 1900 era odavía peatonal la Alameda según estudiaremos en la correspondiente entrega y la nueva plaza estaba limitada al oeste por el obelisco al II marqués de Larios; al este, por los jardines del Parque; al sur, por la entrada principal del puerto, y al norte, por un frente de edificaciones en cuyo extremo occidental destacaba, por su actividad constante, el célebre Café de la Marina, durante decenios centro de reunión no sólo de desocupados sino de tratantes, comerciantes y marineros.
La plaza y Acera de la Marina evolucionaron hacia lo que hoy mismo son a partir de 1896, cuando se materializan las obras del Parque al ganar terreno a la mar cercana mediante el relleno del espacio que corría desde la subida a La Coracha hasta la esquina de Molina Lario.
Singularmente se hizo activo el protagonismo de la zona cuando los tranvías tirados por mulas hacían el recorrido desde el paseo de Reding a la Estación de Andaluces. Estos tranvías dispusieron de una parada en el lado sur de la plaza, y este novísimo medio de transporte del último decenio del siglo XIX hasta los primeros años de la presente centuria hizo posible un eficiente servicio para viajeros que llegaban a la ciudad o tenían que embarcar, además de colaborar en el transporte de pequeñas mercancías y facilitar desplazamientos entre tres puntos importantes de la urbe: la estación del ferrocarril, la zona portuaria y las inmediaciones del palacio de la Tinta.
El protagonismo de todo el enclave urbano a que nos referimos, si bien fue constante históricamente por su estratégica situación, alcanzó su máxima expresión humana, cívica y patriótica durante las últimas y definitivas guerras marruecas que prácticamente acabaron con el desembarco de Alhucemas dirigido por Miguel Primo de Rivera en 1925. Plaza y Acera se convirtieron durante el decenio de los años veinte en escenario de embarque y desembarque de tropas con destino o regreso de Melilla y Ceuta. Unas veces para decir adiós a los soldados que iban a la lucha y otras para recibirlos maltrechos, enfermos o mutilados, la ciudad de entonces solía reunirse allí en actos solidarios con los vencedores o vencidos. De los citados años destacó por su significación militar la rebelión del cabo Barroso, cuya sedición contagiada a otros muchos soldados invitó a la tropa a no embarcar en nuestro puerto. Tan insólita efeméride tuvo su réplica en otras muchas provincias españolas, que, junto a Málaga, exigieron de los gobernantes la finalización del tema marroquí. El coste de vidas humanas y de sufrimientos, junto al conocido tráfico de armas que desde la Península canalizaban a Marruecos insolidarios personajes de la vida social de Madrid, Barcelona, Bilbao e incluso de la propia Málaga sirviendo armas fabricadas en España para atacar a nuestras propias fuerzas en el campo de batalla, creó un ambiente antibelicista de tal naturaleza que el propio Gobierno de la nación temió, activada por la presión de las madres de los soldados, una insubordinación nacional incontrolable.
NUEVA ORDENACIÓN
Bautizada en los primeros años del presente siglo la plaza de la Marina con el nombre del político malagueño Augusto Suárez de Figueroa, y habiéndose trasladado al extremo este del Parque la conocida fuente de las Tres Gracias, se llevó a cabo una nueva ordenación de la misma. Esta importante obra se realizó como consecuencia de la iniciativa del comandante Inchausti, que animó una suscripción popular para levantar un monumento a los llamados Héroes de Igueriben, especialmente a su comandante, el malagueño Julio Benítez, muerto con sus compañeros en el asedio a la posición marroquí de dicho nombre que en vano defendieron todos hasta la muerte con menguada guarnición.
La idea del monumento fue pronto asumida por el entonces alcalde y gobernador civil y militar, general Enrique Cano Ortega, que buscó para ubicar el mismo uno de los mejores encuadres escenográficos de Málaga, la plaza portuaria hacia el lado de la Acera de la Marina. (Hay que aclarar que el monumento al comandante Benítez ocupó más tarde otro lugar de la misma plaza entre el paseo de los Curas y el desaparecido quiosco de La Marina, en la esquina más occidental del Parque.)
El nomumento quedó oficialmente inaugurado durante el programa de visitas que realizaron a nuestra ciudad SS. MM. los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia durante los días 10 al 12 de febrero de 1926, acompañados del presidente del Directorio Militar, Miguel Primo de Rivera, varios de sus ministros, no pocas personalidades cortesanas y, por supuesto, todas las primeras autoridades y representaciones de nuestra provincia.
Cuando el monumento a Benítez quedó inaugurado, y dada su situación, la Acera de la Marina adquirió propiamente condición de calle, puesto que el espacio que ocupaba el mismo, incluido el jardincillo que lo rodeaba frente al célebre Café de la Marina, diseñó, en efecto, una calle con anchura de 15 metros, lo que sirvió para canalizar la circulación rodada del tráfico procedente del Parque, Cortina del Muelle y Molina Lario hasta la Alameda Principal.
Con la mencionada ordenación a causa del monumento, si bien la Acera de la Marina se configura como calle, la plaza queda como una inhóspita explanada abierta ante el puerto. Toda su extensión fue adoquinada, y, salvo unas cuantas casas ruinosas que todavía quedaban en pie en el lado del paseo de los Curas, lucía, como resto de un pasado arquitectónico irrelevante, el famoso cuartel de carabineros La Parra.
Ya para aquellos años se había hecho popular el paseo de los Curas, que muchos malagueños de hoy confunden con el paseo de Cintura del Puerto, entre la verja portuaria y los jardines del Parque. En realidad, el primero era el andén peatonal más al sur del Parque y no la carretera que, paralela a él, discurría hasta salir al paseo de la Farola. El título le vino por la costumbre de pasear por aquellos jardines los entonces orondos y familiares canónigos catedralicios que con sus libros de oraciones lo recorrían bajo la apacible sombra de las palmeras, o, cómodamente sentados en sus bancos y canapés, dedicaban largo tiempo a la lectura, la meditación o la duermevela al arrullo de los cercanos pregones urbanos. Por los años que nos referimos los jardines del Parque terminaban por el lado del mar en un talud que daba al paseo de Cintura del Puerto, sus castaños de Indias no estaban muy desarrollados y la verja portuaria, línea divisoria entre la ciudad y el muelle, era inexistente.
AÑOS CINCUENTA
Es el decenio de las definitivas transformaciones de la plaza y Acera de la Marina. Todo comienza por la demolición del paño norte de la primera, es decir, desde la esquina de la calle Molina Lario a la de Sancha de Lara incluyendo la plaza de los Moros, calle y plaza del Ancla y calle San Juan de Dios, casas que a principios del siglo XIX se habían levantado sobre la desaparecida muralla árabe que ya fue comentada en la entrega anterior.
No fue un empezar y un acabar, porque desde los años finales de la década anterior los solares de las casas demolidas sirvieron para que en ellos se establecieran instalaciones para la representación de obras teatrales, zarzuelas, circos, rings de boxeo, atracciones feriales y cuantas otras de recreo y ocio venían a Málaga.En dichos terrenos se construyeron sucesivamente la central malagueña del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Ronda, el nuevo palacio de la Diputación Provincial cuyo organismo se traslada a él abandonando definitivamente el que ocupaba en la calle Beatas y el bloque de viviendas en cuyos locales comerciales se instalan los modernísimos cafés Puerto Rico y Solymar. Completando la escenografía próxima, se inicia la construcción del edificio de La Equitativa sobre las ruinas del que fue palacio de la familia Larios.
A la plaza de la Marina se le había dado, desde el final de la guerra civil, el nombre del general Queipo de Llano, mas, como sucedió en otros casos conocidos, los malagueños seguían llamándola por su nombre tradicional, mucho más próxim, familiar y de sentido autóctono.
Las autoridades del momento opinan que, ya que el perímetro portuario está verjado desde la avenida Manuel Agustín Heredia hasta el paseo de la Farola, hay que hacer una nueva modificación en su perímetro. Así acordado, el monumento al comandante Benítez se traslada definitivamente a los jardines del Parque, justamente frente al Postigo de los Abades, muy próximo al templete de la música.
INOLVIDABLES CALLEJAS
Hablar de la Acera de la Marina sin aludir siquiera de pasada las calles que se situaban a su espalda y que formaban estrecho y angosto laberinto sería tanto como omitir parte de la propia historia urbana del intramuro malagueño más cercano al Castil de Ginoveses.
En efecto, la disposición de las murallas árabes, lienzo arquitectónico de las puertas de los Siete Arcos y de Espartería sobre las que se construyeron, una vez demolidas las primitivas edificaciones, permitió la existencia no sólo de un frente arquitectónico de cara al puerto y otro interior formado por la calle San Juan de Dios que recordaba al antiquísimo hospital del mismo título y Corral de Comedias que nutría de fondos al centro benéfico, sino otras calles y plaza famosas como la del Ancla y la plaza de los Moros.
Es posible que en tiempos anteriores a los RR. CC. existiera ya un estrecho pasillo entre las murallas y la primera alineación de casas más próxima a ella y que, con salida al mar por la Puerta de los Siete Arcos, o en todo caso del desaparecido Boquete del Muelle, sirviera para conectar con el mundo activo, faenero e independiente del propio Castil de Ginoveses.
De las calles interiores destacaban precisamente la del Ancla, de permanente protagonismo antes y después de la demolición de las muralllas muslímicas. Es más, cuando finalmente la Acera de la Marina quedó configurada con su frente arquitectónico mirando al puerto, dicho protagonismo aumentó al convertirse el Boquete del Muelle, las calles San Juan de Dios, Ancla y plaza de los Moros en escenario vivo de la Málaga marinera.
En las citadas calles existieron en distintos momentos pequeños comercios de efectos navales, por aquellas calles de traza moruna, mal ventiladas y oscuras, pululaban marineros de todos los mares, y en cualquiera de las muchas casas de comidas, figones, posadas, cordelerías y negocios más o menos domésticos como barberías, carbonerías y coloniales, surtíanse no sólo los vecinos de las calles próximas como la de Sancha de Lara, San Bernardo el Viejo y Torres de Sandoval, sino la propia marinería, usuaria principal de las antiquísimas calles referidas.
De todas ellas fueron la plaza y la calle del Ancla cuya áncora que les dio título conocimos de niños en el centro de la placita que formaban las dos las que alcanzaron justa fama toda vez que podían ser refugio fácil y cómodo para quienes, habiendo delinquido, necesitaban buena guarida a la espera de que un velero amigo les permitiera poner aguas entre él y sus delitos. No es que fuera una vía encanallada por el uso y abuso de la misma, sino que por su estructura, diseño y correlación con el siempre cambiante y misterioso mundo portuario poblado de gente variopinta, aventurera y desconocida generaba una actividad peculiar que en minutos podía pasar de lo lúdico y divertido al claro conflicto callejero.
Acerca del origen de la calle del Ancla dejó aclarado Francisco Bejarano: «En los planos antiguos aparece esta calle como continuación del Muro de Espartería y con este mismo nombre se le designa; pero, posteriormente, se le denominó del Ancla, por una muy vieja y de grandes proporciones que estaba empotrada en el suelo, hacia el comedio de ella, y que allí se conservó durante mucho tiempo, con todo el valor de una ejecutoria».
Calle emblemática a partir de los primeros años del siglo XIX, no le quedaba menos larga de significación y uso la de San Juan de Dios, porque, siendo el resultado de la alineación de las casas de la Acera de la Marina en su parte posterior, era en la práctica garaje particular de ella al disponer cada casa de una «entrada de carruajes», según placas que anunciaban el tránsito de vehículos privados o faeneros (berlinas, simones, bateas y carros) de no pocos empresarios relacionados con la actividad portuaria.
En una fachada sí y también en la siguiente podían leerse alusivas cartelas metálicas en las que se había escrito con pintura indeleble: «Estibas, desestibas. Embarques, desembarques. Arrumbos y acarreos», según de forma concreta recordamos haber leído en el balcón de Transportes Generales, S. L., con entrada por Acera de la Marina y garaje en la calle San Juan de Dios. Agencia de actividad aduanera, sus escritorios me los recorrí más de una vez y en sus trasteros pasé ratos deliciosos sobre el pescante de las bateas. Izado sobre ellos, trataba de imitar el logotipo de López Hermanos, muy famoso entonces, que presentaba dos leones tirando de una batea cargada de bocoyes vinateros, en tanto que el auriga, empuñando un látigo, animaba la carrera de las fieras.
Niño curioso y desobediente como todos los de mi tiempo, y pese a las muchas prohibiciones paternas respecto a mis garbeos ciudadanos, vivía la calle de forma crecientemente cómplice con ella, pues si bien me abría rutas nuevas por donde vehiculizar mi curiosidad de los diez años, yo le pagaba con afecto en concurrencia y asiduidad. El milagro de que la Primaria yo la compartiera entre el colegio público que dirigía en calle Fresca don José Molina Palomo y la aneja al Magisterio en el pasaje Rubí, me permitó no pocos escarceos por el centro de la ciudad.
Naturalmente, todo el conjunto de la marina y sus calles interiores eran parte de un recorrido casi diario con el que llegué a identificarme de forma especial; tanto, que cuando aquella puesta en escena fue poco a poco sacrificada con prisas y violencias por una piqueta demoledora al tiempo que reformista, desarrollé una especie de síndrome de desquite, que consistió en retirarme definitivamente de aquellas calles. Nada era ya lo mismo en ellas. Nada singular ni misterioso. Nada me identificaba con el inmediato mundo pretérito que allí había existido. Sin hitos identificables, no volví. Nada me llamaba desde las ruinas. En aquellos derribos quedó enterrado todo el asombro que un niño había experimentado en el primer decenio de su existencia. Lo que no pudieron llevarse a la escombrera con los materiales de desecho fue mi agradecimiento reverente y total hacia aquellas calles de bravía gente y acogida cordial y gloriosa, de ambiente exultivo que destacaba en medio de la mediocridad estética y urbana de entonces y arrullos coloquiales de charlas callejeras entre pregones.
De la plaza de la Marina, ¿cómo olvidar la jábega «Valencia»? Era un quiosco itinerante de forma de barca izada sobre grandes ruedas. Tenía en su centro una chimenea que echaba el humo procedente de un hornillo interior de carbón vegetal que calentaba las avellanas y toda suerte de chucherías infantiles durante el invierno. ¿Cómo olvidar de dicha plaza Las Canarias, con su eterna oferta de refrescos de jarabe de fresa, zarzaparrilla, plátano, limón o menta? O las cíclicas y sorprendentes tómbolas junto al monumento al comandante Benítez, una vez trasladado a la acera de los jardines próximos al paseo de los Curas, donde la voz de doña Concha Piquer (disco de pizarra a 78 r.p.m. y altavoces de trompeta) era elegía dolorida de la canción autárquica española:
«Por qué te vistes de negro,
¡ay de negro!,
si no se te ha muerto nadie;
por qué estas siempre encerrada,
¡ay por qué!,
como la que está en la cárcel».
Con el cambio de los años 50 laantigua marina mejoró, ya lo creo, mas se llevó el alma de un niño...
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