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Regina Sotorrío
Domingo, 29 de enero 2017, 00:53
Hasta mil personas pueden ocupar las butacas del Cervantes cada noche de representación. Verán teatro, pero no 'el teatro'. Eso es otra cosa, es un armazón centenario con inimaginables rincones ocultos para el espectador, algunos sobre sus mismas cabezas; con decenas de personas anónimas que accionan la maquinaria del espectáculo sin hacerse notar; y hasta con sus propios fantasmas. «Pero buenos», aclaran.
Quienes trabajan en esas zonas invisibles, a veces solos y con poca luz, conocen la historia. La cuentan con una mezcla de inquietud e incredulidad, con el halo de misterio que envuelve 'lo desconocido', pero sin aparente preocupación. Para los técnicos y maquinistas que se mueven por esas antiguas estructuras de maderas desde donde se manejan bambalinas y telones, son anécdotas. Experiencias «extrañas» que algunos han vivido y otros han oído. Hay quien vio a un hombre de negro dirigiéndose al telar, pero al asomarse no encontró a nadie sobre esa pasarela sin salida que se eleva sobre el escenario. Solo sintió un aire helado. También hay quien ha mandado callar a sus compañeros antes de descubrir que estaba solo y ninguno de ellos le murmuraba, como él creía. Dicen que alguien observó a una chica vestida de época en el paraíso. «Será una actriz que tiene ensayo», pensó, pero cambió de idea cuando la imagen desapareció al instante. Hablan de puertas que se abren con fuerza, escaleras donde se nota una energía especial, de la sensación de «no estar solo».
Sugestión o no, dicen que los fantasmas moran en lugares con historia. Y este la tiene, especialmente en esos espacios vetados al ojo del espectador. Allí se conservan los tablones y las impresionantes vigas de madera del teatro reconstruido en 1870 (después de que un incendio destruyera el entonces Teatro de la Libertad), quedan los vestigios de los antiguos sistemas de ventilación y las cuerdas de donde colgar el decorado. Hoy se siguen utilizando, pero mucho menos: han sido sustituidas en su mayoría por sistemas motorizados y contrapesos.
Son las 11.30 horas y en el escenario hay más personas que las que se subirán a él en la función de la noche. Los operarios preparan la escenografía siguiendo las indicaciones de la productora en decorado, disposición de las luces, sonido... Esta es sencilla, les llevará solo unas horas. El musical 'Los Miserables', por ejemplo, necesitó cinco días «de ocho de la mañana a doce de la noche». Siempre han terminado a tiempo, tan solo una vez -«hace muchos años»- finalizaron solo cinco minutos antes del inicio del show.
El público de esta noche verá un espectáculo totalmente diferente al que se contempla ahora desde el proscenio. La mirada se va inevitablemente hacia arriba, hacia los incontables focos colgados en raíles y las varas que sujetan los telones a 18 metros de altura, hasta la zona conocida como peine. Se llama así por la disposición de los tablones de madera alienados desde la boca del escenario a la pared del fondo. En la reforma de los años 80, una vez adquirido por el Ayuntamiento, se respetó la estructura original y se conservó uno de cada dos listones. La vista desde lo alto impresiona. Se descubre el esqueleto de madera de la cubierta triangular del edificio y lo que ocurre metros abajo en el escenario se cuela por las rendijas de las tablas. «¡Ten cuidado que a más de uno se le ha doblado el pie en esos huecos! Sobre todo a los veteranos, vamos más confiados», advierte un operario. Es el corazón que bombea las poleas y los motores que transformarán la escena al antojo del director artístico. Debajo hay dos niveles de telares, donde un técnico estará pendiente de las órdenes del regidor para subir o bajar el material durante la función.
Desde uno de ellos, cruzando una pasarela de madera que bordea el escenario, se accede a otro de los lugares reservados. En el Cervantes lo llaman familiarmente el palomar, porque las palomas se colaban por los antiguos respiraderos ahora cubiertos con mallas. Por delante se extiende un inmenso espacio diáfano de madera que no oculta los muchos años que ya ha visto pasar. Para quien lo pisa por primera vez, es difícil ubicarse. Carlos Beltrán, jefe de maquinaria, aclara las dudas: «Ahora mismo estamos andando por encima de la pintura de Ferrándiz». ¡Cruzando el patio de butacas por el techo! Cuesta creerlo, pero hay una prueba: Beltrán tira de una cuerda y abre una trampilla, dos puertas en las que se leen 'Honor a las Bellas Artes', la frase que luce en el centro de la alegoría de la ciudad que cubre la sala. El patio de butacas queda al descubierto a través de esa ventana en las alturas, por donde no hace mucho en un festival de cine se lanzaron globos al público.
Atravesamos el palomar («con cuidado»), agachamos la cabeza para no chocar con vigas y otros elementos estructurales, cruzamos una puerta... y ante nosotros aparece el paraíso o gallinero, la zona de butacas a mayor altura y la más económica del teatro. De camino, eso sí, nos asomamos por una abertura que da acceso al tejado del Cervantes, con la Catedral imponente al fondo. De nuevo, unas vistas exclusiva para unos pocos.
El escenario guarda otros secretos. Debajo se 'esconde' el foso en el que se coloca la orquesta en las óperas. Se ven sus sillas amontonadas y un piano de cola Steinway & Sons, que puede alcanzar los 120.000 euros en el mercado. Tres plataformas hidráulicas adaptan el espacio según las necesidades de producción: amplían el escenario cuando se suben a su mismo nivel (sobre todo en ballets) o ganan metros al foso cuando se colocan un par de metro por debajo del patio de butacas. En la parte de atrás de las tablas, el cuarto de dimmers conecta los 350 circuitos ubicados entre el escenario y la sala con cientos de cables. La señal va desde aquí a la cabina de control, donde se regulará la intensidad de la luz.
Y aún queda trastienda del edificio por desvelar. Como un almacén donde se guardan los materiales de las producciones propias del Cervantes («Eso de ahí es la zarzuela 'La Marsellesa'», indica el jefe de técnicos, Rafael Godoy, señalando hacia unos bultos) y también decorados de espectáculos que despidieron su gira en Málaga. Ahí están, por ejemplo, varios paneles del musical 'Grease'. En la primera planta se encuentra la zona del artista, con un pequeño salón central desde donde se puede ver en una pantalla lo que sucede en la escena acompañado de un catering. Alrededor se reparten once camerinos, cuatro de ellos con aseo propio. Muy cerca está la sastrería, donde Inmaculada Pardo prepara en esos momentos una funda nueva para el piano. Porque aquí no solo se reparan los desperfectos del vestuario -que también, y a veces durante la misma función, como cuando hubo que coserle de ugencia un pantalón a Joaquín Cortés-, sino que se cuidan, arreglan y reponen todas las telas del teatro. «¡Y son muchísimas!», exclama.
Cuando se acerca la hora de la función entra en acción el personal de sala, que por la mañana hace también trabajo de oficina. Con el 'ok' del escenario, abren puertas y guían al público hasta sus asientos. Son en ese momento la cara visible del teatro, los que lidian con aquellos que han olvidado su entrada, han comprado una 'pirata' o llegan 20 minutos tarde. Con los espectadores ya ubicados, avisan a control para lanzar la cuña que anuncia el inicio de la función y advierte (casi siempre sin efecto) de la prohibición de grabar. Que comience el espectáculo, ese que ahora sí todos pueden ver.
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