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antonio paniagua
Domingo, 29 de enero 2017, 00:05
El juez Joaquín Giménez aún recuerda el párrafo de una sentencia de significado inextricable que nunca llegó ni siquiera a intuir. Pasados los años aún pervive en su mente sin haber podido descifrar su sentido. En otra ocasión un amigo de este juez de la Sala Segunda del Tribunal Supremo le confesó que la resolución de otro magistrado era tan críptica que no sabía a qué atenerse. «No sé si hemos ganado o perdido», le dijo el colega sobre un escrito de un tribunal superior. El problema es más común de lo que se cree. La escritura farragosa de los hombres de leyes ha llevado a Santiago Muñoz Machado, jurista y secretario de la Real Academia Española (RAE), a dirigir la elaboración del Libro de estilo de la Justicia (Espasa), un manual para resolver las dudas que acechan a jueces y abogados y que nublan la correcta interpretación de un texto jurídico. «El uso de arcaísmos y fórmulas que proceden incluso del derecho medieval, de latinismos, tecnicismos y sufijos, entre otras cosas, hacen que algunas sentencias sean de oscura comprensión», dice Muñoz Machado.
El jurista y miembro de la RAE no considera que la jerigonza con la que se expresan a veces los profesionales del derecho sea un instrumento para distinguirse del vulgo. «Las leyes de procedimiento a que se somete la redacción de las sentencias y escritos de los abogados constriñen la libertad de escribir», asegura el académico.
Los atentados contra la concisión y las digresiones estériles emborronan el entendimiento de las obras jurídicas. Mucha de la culpa la tiene la facilidad para copiar y pegar párrafos que procuran los ordenadores. Joaquín Giménez, de 70 años, 19 de ellos en el Supremo, aduce que el razonamiento jurídico «no es una charla de café, exige tecnicismos». Pero ello no debe obstar para que una resolución judicial sólo sea entendible por los iniciados. «La historia del lenguaje judicial ha propiciado el blindaje de los jueces, que se erigen en sacerdotes que manejan un saber excluyente. Eso ocurre porque se piensa más en los abogados que en los ciudadanos. El derecho se enseña en las facultades. Una sentencia no es el medio para exhibir la sabiduría jurídica», argumenta Giménez.
Además de pedantes, las citas torrenciales son tan inanes como la hojarasca. Expresiones como «ponemos en conocimiento la realidad de lo que ocurre para hacerles partícipes de los daños que nos están irrogando» son una muestra de los vicios frecuentes en que incurre la prosa jurídica.
No más de 25 folios
Algunos intentos para hacer más comprensibles los escritos han sido puestos en solfa. El año pasado la sala de gobierno del Tribunal Supremo acordó que los recursos de casación no excedieran de los 25 folios. Los abogados salieron entonces en tromba y lo consideraron una vulneración del derecho a la defensa y a la tutela judicial efectiva. «En 25 folios se puede argumentar perfectamente. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos se distingue por sus fallos breves, que no superan las diez páginas. Algo tan sencillo como numerar los párrafos ayudaría mucho», sostiene Giménez.
Salvando el caso del juez que escribió en verso una sentencia, lo que le valió ser expedientado por el Poder Judicial, los magistrados suelen pecar de una redacción plúmbea. Muñoz Machado estima que la enjundia de los litigios no queda menoscabada por una prosa con lustre. «El razonamiento es muy importante, pero no se puede escribir de cualquier manera. El juez no debe tener el impulso de arrojar el escrito a la papelera desde la primera hoja. Para relatar bien los hechos se debe cultivar el arte de narrar. Si se cuenta bien, la descripción de los hechos de una resolución penal puede llegar a ser casi una novela», explica el jurista.
Para este experto, los latinismos son a veces más útiles que una larga disertación. Pese a la claridad que debe perseguir todo texto jurídico, Muñoz Machado asevera que no todo tiene que entenderse. No se pronuncia sobre quiénes escriben mejor, si los letrados o los jueces. «El juez está más limitado por ciertas formalidades».
Los abogados están imbuidos de vicios lingüísticos porque las leyes que manejan han sido redactadas con un estilo fatigoso. Es lo que piensa Eduardo Torres, decano del Colegio de Abogados de Granada, quien arguye que el lenguaje jurídico se ha anquilosado. Por añadidura, el intento de persuadir al otro con argumentos convincentes se traduce en discursos reiterativos. «Si se tiene razón se pretende decir las cosas muy precisas y concisas. Si se tiene menos razón, se intenta darle muchas vueltas a los argumentos y se hace más farragoso», apunta.
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Cristina Cándido y Leticia Aróstegui
Encarni Hinojosa | Málaga
Fernando Morales y Sara I. Belled
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