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José Antonio Garriga Vela
Sábado, 5 de noviembre 2016, 01:16
M e pongo a pensar en la obsesión por el orden. Esta manía que tengo de medir y organizar los espacios para distribuir los objetos, como si estuviera construyendo una ciudad a mi medida. El problema es que la población se multiplica y me sobrepasa. A menudo pienso que si volviera a nacer habitaría una casa vacía, pero ya es demasiado tarde para traicionar los hábitos de toda una vida. Miro alrededor y contemplo una favela desparramada en el interior de mi propia vivienda. Hay edificaciones hechas de papel y otros materiales que se amontonan unas sobre otras. Cada objeto esconde un nombre, una historia, un recuerdo imborrable. El aparente caos que me envuelve quizá transmite desorden, sin embargo soy capaz de encontrar con los ojos cerrados el sitio exacto donde se oculta cada objeto por insignificante que sea.
Recuerdo la casa de mis padres cuando ellos eran más jóvenes que yo ahora. Lo que estaba expuesto en la vitrina del salón, la foto enmarcada del recibidor, los libros que nunca leí, las herramientas de trabajo que acabé transformando en objetos decorativos. Utensilios que también se hacen viejos, desaparecen de circulación y son relevados por otros nuevos. Como si alguien recuperase la máquina de escribir que yo abandoné hace años y la expusiera en el salón de su casa. Mis padres no tenían tiempo para andar pensando en la sublimación del objeto. Conservo multitud de recuerdos que me acompañaron durante la infancia y que con el paso del tiempo sirven para ordenar la memoria. Mi obsesión por crear micromundos. Estas pequeñas familias de objetos que permanecen reunidos en una balda de la estantería o sobre la mesa del comedor.
El orden fue una herencia de mis padres, algo que me transmitieron. Todo lo que entraba en casa tenía un espacio asignado y un objetivo que cumplir. Después de leer el periódico, que mi padre compraba a diario, se guardaba junto con el del día anterior. Los sábados por la mañana, yo era el encargado de llevar los periódicos atrasados al trapero junto con una bolsa llena de botellas vacías. El reciclaje del papel y el cristal constituyeron el salario de la infancia. Sin duda, este hábito influyó en mi afición al trueque.
Una larga colección de cromos completa el álbum de la vida. No sé si me estoy desviando del tema, creo que no, que todo concuerda, que los cromos forman parte del orden y hasta que no se consigue poner cada uno en el espacio que tiene designado no se completa la colección. Un espacio vacío es una tentación para el coleccionista, aunque hay cromos tan íntimos y personales que no se pueden cambiar. Un día de estos pondré orden en mi vida.
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