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La metáfora del mendigo

La metáfora del mendigo

Afrontaba la película de la vida sin malos rollos porque lo inevitable venía de fuera sin avisar

José Antonio Garriga Vela

Sábado, 22 de octubre 2016, 01:24

Lo conocí cuando se acababa de licenciar en psicología. Hace de esto bastantes años. Ahora pasa el día sentado en una calle del Centro con su perro y un cartel pidiendo limosna. Mantiene la misma expresión serena de siempre, como si no fuera un mendigo y se dedicara a ejercer su profesión en medio de la calle, tratando de resolver la vida a los transeúntes con problemas y después cobrarles la voluntad. No creo que se acuerde de mí. Nos presentaron una noche en un bar y desde entonces no hemos vuelto a coincidir. Soy poco fisonomista, sin embargo su cara me quedó grabada. Alguna mañana, me detengo a observarlo desde cierta distancia. Lo veo tranquilo, acariciando al perro, sonriendo a los paseantes que le entregan monedas y a los que le miran de soslayo y pasan de largo. Hasta que alguien se pone en cuclillas a su lado o se encorva y comienzan a dialogar.

El otro día me acerqué a saludarlo. Sonrió de una manera especial y dijo que se alegraba de volver a coincidir después de tanto tiempo. Preguntó cómo me iba la vida. Respondí que me gustaría nacer viejo e ir rejuveneciendo como le ocurrió a Benjamin Button, aunque si pudiera elegir, no llegaría a la niñez sino que me instalaría en una edad adulta sin demasiados compromisos. Pero la vida es injusta, los problemas se van acumulando por diversas cuestiones, incluso para los que tenemos la fortuna de no tener problemas. Caen los años con todo lo que llevan consigo. Al oírme volvió a sonreír y dijo que a nuestra edad no había hora de recreo, que era preciso buscarla. Jugarnos la vida y recrearnos en los buenos momentos.

Le dije que los días transcurrían cada vez más rápidos en lugar de más lentos como sucede en la infancia; que a menudo detenía el paso para contemplar todo aquello que me rodeaba como si no lo conociera; que estaba jubilado sin jubilación y que seguía trabajando. Una cuestión difícil de explicar, un placer remunerado. Él confesó que vivía en una casa con jardín y yo, no sé por qué, relacioné el jardín con el Parque de la ciudad. La metáfora del mendigo, pensé. Añadió que las plantas no mienten, no traicionan, no te abandonan. Y concluyó diciendo que afrontaba la película de la vida sin malos rollos porque lo inevitable venía de fuera sin avisar y estaba al margen del guion que cada cual tiene prestablecido.

Al despedirnos, le di un donativo procurando que nadie se diera cuenta, igual que si entregara un salvoconducto. Lo rechazó con la misma sonrisa que ofrecía al aceptarlo, luego dijo que la primera consulta era gratuita y se fue con el perro calle abajo.

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