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Varias obras de la exposición de Cristina Lama
Cuestión de piel

Cuestión de piel

La pintura última de Cristina Lama es un derroche de sensualidad. Su otrora mundo en torno a la gestión del miedo y los temores heredados se vuelve ahora más íntimo y poético

juan francisco rueda

Sábado, 16 de abril 2016, 00:42

Hay senderos serpenteantes que se adentran en territorios ignotos, profundamente oscuros y sembrados de peligros bajo distintas formas y personajes que se debaten entre lo grotesco y lo lírico, entre lo monstruoso y la ingenuidad y candor de lo infantil. Esos tortuosos caminos y seres ocupan algunas de las telas que Cristina Lama (Sevilla, 1977) muestra ahora, continuando, en cierto modo, la temática central de su anterior exposición en la Galería JM, que llevaba por título el ilustrativo Que cómo dormirán los vecinos de este pueblo. Aquella era una alegoría sobre el miedo, sobre su gestión para atemorizar, sobre los símbolos y monstruos que pueblan nuestro inconsciente colectivo y que, por tanto, se heredan como si se tratase de una suerte de carga genética.

Pero, ¿acaso no puede ser ese sendero, además de auto-exploración colectiva mediante los miedos, una suerte de metáfora existencial? La vida, o la profesión tal vez el propio oficio de la pintura, como un camino cargado de intrigas y peligros. Pero adentrarse en él, recorrerlo advertido, sin miedo y con seguridad, es producto de la confianza y genera pura libertad. Y es precisamente esto, confianza y libertad, entre otras muchas cosas, lo que se puede llegar a intuir en la pintura última de Lama hablar de confianza respecto a la creación puede ser contradictorio, ya que la angustia y la inseguridad suelen ser estados implícitos.

Alrededores, esta exposición, rezuma también inquietud y paz, tanto como angustia y plenitud. Sensaciones antagónicas que responden a dos líneas muy marcadas en el conjunto de obras presentadas. En cualquier caso, Lama ha ganado en lirismo y poesía, incluso en la representación de las escenas sobre el miedo, como En torno a la cama. En ésta, parece abordar el mundo de las creencias, no sólo las supersticiones o los temores heredados, como se evidencia tanto por el monstruo que aparece bajo la cama como por la imagen de una Virgen, no sabemos si como aparición o como protección. La cama y el sueño emergen como el lugar y el momento en el que enfrentarse y encomendarse a esas creencias asumidas. A diferencia de las escenas de miedo de su anterior individual, ese mundo se vuelve más íntimo y poético, como su maniera pictórica.

La otra gran pieza de temática de terror es Paisaje, cuerpo y sendero. Esta pieza abruma por la absoluta libertad y confianza; la manera de resolver el promontorio, que con una amable levedad irrumpe y se asoma al negro inescrutable del paisaje, es buena prueba. La representación de los miedos, del camino flanqueado por monstruos y que se pierde en la espesura de la noche, se hace a través de tal lirismo y sensualidad que resultan balsámicos. Hay una actitud directa y primaria que se retroalimenta con una atmósfera que oscila entre lo onírico, lo inquietante y lo emblemático, como intuimos por elementos cargados de simbolismo. Ante ella, la pintura casi centenaria de algunos pintores de la Figuración lírica (1926-1931), como José Moreno Villa, Manuel Ángeles Ortiz o Francisco Bores, brota sin torniquete posible.

Frente a esos lienzos, otro grupo de obras revelan una profunda paz y, nuevamente, libertad. Entre todas ellas destaca Tramontana. Su superficie está ocupada prácticamente por un cielo azul intenso, límpido pero denso, que se eleva sobre una cordillera nevada que ocupa apenas una franja inferior. En ese cielo unos papeles con imágenes sencillas y candorosas caen. El espacio se resuelve con una mancha azul, relativamente plana, lo que nos hace recordar la estampa japonesa (ukiyo-e). No deja de ser irónico que en esta pintura, que sin renunciar a su poder pictoricista tiene en su arquitectura compositiva algo de gráfico y de estampa, las hojas dibujadas estén suspendidas en el aire. Y es que, ukiyo-e significa «pinturas del mundo flotante».

En un mosaico de 48 pequeñas obras encontramos como gozne una misma actitud ante la pintura: un juego sensual y libre denotado por un trazo ancho y poderoso sin estar la pincelada cargada, sin crear empastes. La pintura de Lama ha pasado a ser vigorosamente pictoricista sin necesidad de la ostentación del material pictórico, no sólo no abusa de éste sino que la capa pictórica es mínima, tratando la tela como si fuera papel. En muchas de esas imágenes que conforma este mosaico percibimos una mirada, en muchos casos, susceptible de ser catalogada como cinematográfica (encuadres, fuera de campo). Paisajes, interiores o elementos naturales componen ese mundo que, como impresiones directas, traslada a las pequeñas telas que parecen hacer las veces de cuaderno de apuntes.

Cuatro de las piezas expuestas, Revuelta (2015) y las que toman como motivos unas palmeras (2014), marcan, sin embargo, un escenario que niega todas las virtudes comentadas. La sensualidad es puesta en riesgo por el protagonismo de una pincelada constituida como trama y urdimbre o como groseros pasos de color, tanto como una imaginería excesivamente grotesca. Por suerte son sólo cuatro. Y es que, ante el derroche de sensualidad de la pintura de Lama, ante una confortable sensación háptica o táctil, ante esa figuración cuasi-etérea, ante ese universo interior tan primario y sin contaminación y mediación libre plenamente, resuenan las palabras de Bores, uno de esos puntales de la Figuración lírica: «La pintura se saborea como una fruta; placer de los sentidos, ante todo. La paladeamos con los dedos. Su piel se identifica con la nuestra».

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