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josé manuel cabra de luna
Miércoles, 2 de julio 2014, 01:19
Ayer nos dejó un gran artista. El pintor Dámaso Ruano nos dijo adiós ayer, definitivamente. Hace tiempo que comenzó su despedida; con andar lento e inexorable fue penetrando las provincias del silencio y el olvido. Ya no reconocía los rostros, ni los ojos de quienes con tanto cariño le miraban; le eran ajenas las manos que le acariciaban con devoción de forma emocionada. Su camino hacia la soledad, o hacia la plenitud gozosa que nunca lo sabremos lo empezó a recorrer de la mano de la soledad de cuantos le acompañaron. Su mujer, Pilar, y sus hijos supieron de esa mirada perdida en unos azules siempre hondos que terminaban fundiéndose con esos grises de una noche que no acababa de ser negra.
En la distancia de una amistad antigua veo un paisaje constante, una línea de horizonte que dividía la superficie del cuadro y en donde todo lo demás era simplemente accesorio. Fue Amiel, el ginebrino, quien primero nos hablara del paisaje como «un estado del alma». Contra eso se revelaban Pessoa y Saramago, que no querían confundir el paisaje real con el interior, con la mirada del espíritu. Nuestro Ortega y Gasset, en cambio, no era reacio a considerar el paisaje como horizonte del ánimo (que tiene la misma raíz que alma).
Pero todo eso es teoría. Cuando se pinta las palabras quedan atrás, insuficientes. Nuestra primera mirada al paisaje determina para siempre nuestra personal visión, constituye nuestra idea originaria de paisaje y en Dámaso Ruano esa línea, ya fuese la del mar, ya la del desierto, es la que hacía nacer la obra. Cuando esa línea divisoria se trazaba, decidida, separadora y, al tiempo, necesariamente integradora, comenzaba a nacer el cuadro. Y es que él siempre pintó paisajes, un solo paisaje, que era determinado por la raya del lápiz o por el papel rasgado; pero que, en realidad, era aquel horizonte inaprensible en el que el espíritu del artista se habría de sumergir para siempre. Había mucho de ordenación en sus composiciones y mucho de elegancia; me atrevería a decir que de elegancia moral por encima, incluso, de la formal. En ésta se ocultan muchas veces carencias que Dámaso nunca tuvo. En la elegancia moral, en cambio, se manifiesta la capacidad de profundización, el compromiso con la austeridad compositiva como ontología de la obra. En una palabra, a ella se llega como conquista tras un largo recorrido de renuncias a honores y alharacas, nunca de ella se parte. Es, en suma, una consecuencia del largo camino del desierto que todo artista auténtico ha de recorrer. Así Dámaso Ruano. Descanse en paz, agradezcamos su obra y gocémosla.
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