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Mezquitilla conserva el encanto de otros tiempos, con vecinos que aún se paran para charlar y que se llevan comida unos a otros.
Mezquitilla: otros tiempos

Mezquitilla: otros tiempos

Mezquitilla, a medio camino entre Vélez y Algarrobo, parece anclada en un espíritu de convivencia en el que las casas se abren de par en par

miguel a. oeste

Martes, 26 de agosto 2014, 00:52

Mezquitilla es un lugar singular: una parte corresponde al municipio de Vélez-Málaga y otra es una pedanía de Algarrobo. No sólo por esto. Ni porque su origen se remonte a la época fenicia y cuente con unos de los asentamientos que son referencia; ni siquiera porque por aquí pasó Miguel de Cervantes Saavedra antes de escribir El Quijote, y aún hoy acuden personas ilustres al Restaurante San Sebastián regentado por Teófilo y Francisca desde hace 40 años, más bien, por su resistencia a ser y comportarse como la mayoría de lugares cada vez más impersonalizados, puesto que la gente en Mezquitilla, como no hace tanto tiempo, se agolpa en las puertas de sus casas, los vecinos se paran a hablar, se llevan comida unos a otros, parece anclada (para bien) en un espíritu de convivencia, en el que te abren sus casas de par en par y te llevan de una a otra sin ninguna reticencia, como si fuese lo más natural del mundo, como hace Francisca con una sonrisa al indicarme que pase a la cocina del Restaurante San Sebastián, porque está muy liada, ayudada sólo por su sobrina Patricia. «Con lo que yo sabía entonces hoy no me hubiese lanzado a esta aventura, no me hubiese atrevido. Todo era muy diferente antes, más informal, los clientes no exigían lo de ahora», dice Francisca con una sonrisa, amable, mientras corta unos pimientos en la cocina impecable. Se refiere a montar el restaurante. En el comedor su marido Teófilo monta las mesas con calma. Se trata de un negocio familiar, al que acuden personas públicas como Miguel Ríos, Marisol, Chiquito de la Calzada o José Antonio Garriga Vela, del que Francisca comenta que «siempre pide pez araña». Aunque de esto no le gusta hablar a Francisca.

Para los vecinos que llevan allí toda la vida, como María: «Ahora toda la costa es igual. Se ha perdido el encanto». María habla de una época en la que en la playa los vecinos hacían chozas (enramá, la llama) para que a las mujeres y a los niños no les diera el sol, «ya que antes ponerse moreno no estaba bien visto», apunta; una época en la que cuando se fundía una bombilla había que ir a casa del alcalde a pedirle una para reemplazar la fundida; una época en la que «las fotos te la echaban los guiris, porque nadie tenía ni cámaras ni coche», sigue María, antes de que Mariló la interrumpa: «El autobús pasaba tres veces al día sin horario»; una época en la que los niños podían capturar con sus cubos caballos y estrellas de mar, «y el mar estaba lleno de cañaíllas y erizos y mejillones y pulpos y ahora no hay nada», dice desilusionado un jubilado que hace un solitario en el paseo.

Fue la época en la que Celia Quintano llegó a Mezquitilla hace 45 años destinada allí como profesora: «Era un cañaveral pero uno se sentía bien. El colegio era la iglesia. De Lunes a Sábado funcionaba como escuela unitaria y el domingo se daba la misa». Ella daba clases a las niñas, el maestro rural a los niños. Su marido, también profesor, Salvador Conde, recuerda como en el 70 un oleaje se llevó las casas. A su lado, otro vecino rememora: «De chico, cuando los pescadores tiraban de las redes y los peces saltaban en la orilla, yo cogía los chanquetes y me los comía crudos». La conversación tiene lugar en el restaurante San Sebastián, al que he vuelto, y que este julio cumplió 40 años de su apertura. Celia y Salvador están allí porque estuvieron aquel día, el primero, aunque como dice Celia: «Ya tenemos acciones. Es como nuestra segunda casa». A la vez, otro de los comensales ilustra que el lugar es como los que salen en la serie Cuéntame, «¿no te has dado cuenta?», pregunta. Teófilo emigró a Francia a buscarse la vida y cuando volvió se apuntó a la cooperativa que crearon para adquirir un local y una vivienda que está en el mismo edificio. Al restaurante lo llamó San Sebastián por el patrón de Algarrobo. Sin embargo, en la actualidad, cuando tuvo que cambiar los toldos, le puso Casa Teo, porque todo el mundo conoce el sitio por ese nombre, así que, según por donde uno entre, el local dispone de dos entradas, tiene un nombre u otro. De los tiempos en los que se inauguró se mantiene el grupo de amigos. Esa es su clientela más fiel, aunque como comenta uno de esos clientes como si ese hecho le diera más notoriedad: «Aquí viene gente exclusivamente a comer desde otros lugares, y gente conocida». Porque Francisca y Teófilo cuidan sus platos y la materia prima. El otro sitio que se mantiene desde los años setenta es La Viuda. Desde el 2001 lo lleva Ángel González y su clientela es fundamentalmente alemana.

En el paseo marítimo inaugurado el 19 de octubre de 1996, un pescador limpia el motor de su barco y al abordarlo nos cuenta que las casas están tan cerca del mar porque antes el mar estaba muy lejos, a 150 metros por lo menos, y que los tornos de sacar los barcos se encuentran debajo de agua. En una esquina del paseo, Javier, con parkinson desde hace 22 años, ahora tiene 44, lo conocen como el Pirata, atesora más de 40.000 piezas de fósiles y corales y reclama un pequeño espacio para que todo eso no se pierda. Y es que el espíritu de Javier y su lucha es el de esta localidad diferente que parece rebelarse a estos tiempos.

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