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IGNACIO JÁUREGUI
Lunes, 3 de marzo 2014, 22:26
En las escalinatas del teatro central de Mainz (un envoltorio tecnológico iluminado en neón rosa sobre el edificio clásico) se ha reunido un grupo lo bastante amenazador como para que el paseante trace una prudente diagonal hacia el otro extremo de la plaza. Al pasar un rato antes los había visto llegando a la reunión; ahora que están en pleno festival, la incongruencia de los cánticos sorprende al oído: el repertorio años treinta, el acompañamiento de acordeón, la afinación más que aceptable hacen pensar antes en señores de cara colorada vestidos de verde caza y tremenda jarra en mano que en esas crestas e injertos metálicos o en el olor a meado y los cascos rotos por el suelo.
El nexo entre un mundo y otro es, claro, el llamado neonazismo, pero uno sólo cae en la cuenta al cabo de un rato, porque lo cierto es que no se ve por dónde pueden encajar, ni siquiera superficialmente, la brutalidad desharrapada y más bien de boquilla de los seguidores de Sid Vicious con la barbarie bien real, ordenancista y almidonada de Martin Bormann y su gente. Pero una vez asumida la inconsistencia vital de esos desgraciados (ignorantes de que ellos serían, de triunfar el horror que jalean, poco más que carne de cañón) y como uno siempre ha tenido tendencia a rellenar huecos de manera que las historias encajen, la letra en alemán del clásico O bella,ciao ha llegado a sonarle al oído predispuesto algo así como Ein Volk, ein Führer.
A la parada de autobús llegan dos de ellos que, desgajados del grupo, dan mucho menos miedo; los ciudadanos normales dan un pasito atrás de forma maquinal, pero sin perderles la cara ni mostrar nerviosismo. Por separado es más fácil encontrarles rasgos individuales: uno de los dos es el prototipo de bestia rubia de mirada estólida, un armario tan ancho como alto erizado de puntas que celebra con risotadas de paleto las ocurrencias del otro, un dandy de guardapolvo de cuero con flequillo rubio que le cae sobre la cara en un arco redibujado. Basta un vistazo para saber quién haría carrera en el IV Reich y quién se dejaría matar en las primeras algaradas.
Otros dos miembros se acercan; tres, en puridad, porque la pareja lleva en un carrito de los años cuarenta a un bebé sonriente envuelto en harapos. Son más del tipo posnuclear: trapos recosidos de arpillera tintada, maquillaje sioux, tornillos por toda la cara. El chaval no tiene interés ninguno, se le ve un aire entre bovino y disperso, pero ella es otra cosa: de rasgos afilados, bastante guapa, bella incluso si conseguimos obviar el desaliño, los andares forzadamente hoscos, la rata amarrada a un cordel que le corretea entre el hombro y el escote. Tiene ese tipo de presencia callada y digna que domina sin esfuerzo las reuniones; no habla mucho, pero la conversación empieza pronto a girar de modo natural en torno a sus graves gestos de aprobación y a la ironía despiadada que dejan adivinar sus miradas.
Uno se pregunta qué hace una muchacha como ella metida en semejante situación, cargada a su edad con un bebé y un hotentote, participando de unos ritos de tribu en los que es muy difícil, con sólo mirarla a los ojos, creer que tenga fe. Y aunque trata de no juzgar, de aceptar que la vida es rara y enmarañada y pocas veces se pliega a nuestras ideas preconcebidas sobre lo que es una existencia feliz o aceptable, lo cierto es que está lejos de conseguirlo y que, al verlos bajarse del autobús rumbo a lo que sea que tengan por casa, no puede evitar mirarlos con lástima.
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