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Un concierto, Salzburgo
VIAJES

Un concierto, Salzburgo

Esta ciudad ha rezumado y difundido durante siglos una forma propiade civilización

IGNACIO JÁUREGUI

Jueves, 3 de enero 2013, 18:59

Harto del continuo, uniforme, pegajoso envoltorio de confitería que se ha superpuesto a la ciudad que un día tuvo que haber aquí, el viajero ha querido refugiarse en la música, o buscar más bien en la música lo que este simulacro obsceno de ciudad no le daba. Como no encontraba ningún concierto serio se ha arriesgado con el Schloss Mirabell, donde hay música todas las noches. Ni el tipo de publicidad ni la frecuencia destajista animan a esperar milagros, pero el marco es tan estimulante como cabe esperar: al viajero, siendo como es de natural contentadizo, le basta subir una escalera imperial tenue y sagazmente iluminada para entrar en situación. El público se compone básicamente de señoras japonesas vestidas como para una recepción en Palacio y algún joven mochilero de mirada ávida que podría haber sido uno mismo de haber llegado aquí en edad más tierna. Todos incongruentes, en cualquier caso, con la preciosa Marmorsaal, una cajita de música reluciente de mármoles crema y verde claro, dorados y espejos que pide otra elegancia y sobre todo otra disposición en el público.

Sólo a la entrada hemos podido enterarnos de lo que vamos a escuchar: violín y piano; Mozart en la primera parte, luego Beethoven y Brahms. Los músicos resultan ser de un pedigrí más que aceptable, si bien algo apolillado. Detlef Kraus es una reliquia de la vieja Europa: en activo desde 1936, ha compartido tarima con los grandes del siglo. Verlo caminar hacia el piano con pasos medidos es una experiencia acongojante y alentadora a la vez. Luz Leskowitz es más joven, andará por los sesenta años: repulido y flexible, cultiva un aire de seductor otoñal, con el pelo blanco muy tirante y las cejas inmaculadamente negras.

Efímeras maravillas

Es fácil, a primera vista, imaginarlo violín en mano dejándose caer en los ataques a lo zíngaro, cortejando veladamente a alguna dama del público un poco por no perder la práctica, y algo de eso hay en su manera de interpretar: no desde luego el exhibicionismo de baja ley de los músicos de restaurante pero sí una tendencia a romantizar, un gustarse en ciertas languideces y arrebatos en los pasajes lentos que contrasta con la parsimonia metronómica de su compañero. ¿Qué parte de sí mismos estarán poniendo estos dos veteranos encallecidos en el enésimo bolo del enésimo verano de sus carreras? Imposible saberlo, pero tampoco importa mientras sean capaces de construir para nosotros efímeras maravillas.

En vano ha buscado todo el día el viajero un resquicio por el que acceder a alguna verdad sobre Salzburgo, en la certeza de que lo que hoy se presenta como abaratamiento y corrupción ha de tener un origen más alto: esta ciudad ha rezumado y difundido durante siglos una forma propia de civilización y en alguna parte se la debería poder encontrar. Finalmente es en esta sala palaciega, escuchando a dos viejos músicos profesionales, donde cree recuperar por un momento el tono, la particular modulación de verdad y belleza que aquí se dio. La idea clave es, desde luego, el placer. Un placer desenfocado, si se quiere, indiscriminado, que se construye sobre el encadenarse de reflejos en el mármol bruñido y terso (cuánto más turbiamente logrado no sería el ambiente con luz de candelabros), el agradable entumecimiento de una digestión en curso, la visión de unas pequitas sobre un hombro desnudo. Un placer que participa tanto de la charla insustancial y cadenciosa como de la dulzura y suavidad de las melodías: porque hablamos, y ahí seguramente esté la clave, de un tiempo en que dulce o armonioso eran las palabras con que se elogiaba una obra y, aunque se puedan llenar folios y folios de teoría del arte, basta con pensar en esos adjetivos -en la imposibilidad de usarlos hoy- para calibrar la grieta que nos separa de aquello. Encuentra tu hotel en Invierno 10

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