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Los pianistas del cine mudo también narraban las películas. / JEAN-MARC BOUJU. AP
El narrador de películas
COSAS TRANSPARENTES

El narrador de películas

Los contadores y pianistas pusieron voz y fantasía al cine mudo pero se quedaron sin trabajo con el sonoro

JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA

Viernes, 5 de junio 2009, 11:37

AL llegar los años 60, en el salón de actos del colegio, todavía proyectaban películas mudas a los alumnos. No sé si tales películas las elegían los frailes porque eran autorizadas para todos los públicos, porque a ellos les divertían o para dar trabajo al señor Pujol, que era narrador de películas y pianista de cine. Su oficio consistía en contar las historias cuyas imágenes se representaban delante de todos nosotros. Así conocí el cine en las palabras del señor Pujol.

He recordado esta anécdota al ordenar los libros y descubrir la novela de Gert Hofmann titulada 'El narrador de películas' y publicada en 1993 en la editorial Anaya & Mario Muchnik. Me viene a la memoria el abuelo del narrador, el viejo contador de películas que se quedó sin trabajo con la aparición del cine sonoro. «Mi abuelo, Hart Hofmann (1873-1944) trabajó durante muchos años en el cine Apolo, situado en la Helenenstrasse de Limbach, en Sajonia». Y el abuelo dice en la novela: «En aquellos años llovía en cada película, aunque la acción tuviese lugar en una habitación cerrada. Eso se debía a que la cinta estaba estropeada por el roce de los dedos de quienes la manipulaban. Nosotros aplicábamos terciopelo negro al canal de deslizamiento, para frenar la velocidad. Pero incluso así se dañaba el celuloide. A ello se añadía el envejecimiento de los rollos. El abuelo me tomaba de la mano. Me arreglaba el cuello de la camisa. Después decía: No era la vibración del proyector lo que hacía temblar la imagen. Tampoco era la respiración de la gente. Era el latido del corazón del narrador de la película, que lo vigilaba todo».

Las películas sonoras fueron las grandes enemigas del abuelo de la novela y del señor Pujol, que siguió narrando películas por los colegios hasta que su voz se apagó definitivamente. Lo recuerdo vestido con un traje oscuro, su bastón y un sombrero de ala ancha; como si él también fuera un actor de cine que se había escapado de la pantalla. El bastón lo utilizaba para señalar los detalles invisibles. De pronto, cuando llegaba una escena que a él le atraía especialmente, nos mandaba callar y decía: «Atención no os vayáis a dormir, que viene una escena estupenda, tal vez la mejor de todas», y empuñaba el puntero con el que parecía estar remando en el aire. No se oía una mosca. Yo me sentaba en el respaldo de la butaca y no perdía detalle. Cuando la sala se quedaba a oscuras y sólo la luz de la pequeña lámpara iluminaba el teclado, la voz del señor Pujol se reencarnaba en los cuerpos de los artistas del cine mudo. Era una especie de médium. Un interlocutor de aquellas estrellas que movían la boca sin decir nada.

En cierta ocasión, el abuelo de Gert Hofmann le dijo a su mujer, mientras ojeaba las fotografías de las actrices de la época que se hallaban colgadas en una de las paredes de la casa: «¡En realidad si no fuese por el cine, no podría aguantar esta vida!». «Mucho me temo que sea así», contestó la abuela. Estaba la foto de Pola Negri caracterizada de Carmen, Henny Porten caracterizada de Luise da Bara y también de Carmen, aunque muy diferente de la Negri. A quien más apreciaba era a Asta Nielsen, pero no deseaba explayarse en cuanto a las razones de dicha preferencia. «No hay más razones que las tetas -decía la abuela-, la verdad es que las tiene pequeñas y bien formadas».

El señor Pujol estaba enamorado de Hedy Lamarr y especialmente del personaje de Eva que interpretaba Hedy Lamarr. Yo no conocí a Eva hasta que me hice mayor, pero había visto a Hedy Lamarr en otras películas. Entonces no alcanzaba a comprender que los artistas de cine tuvieran varios nombres y personalidades. Pero lo que más me fascinaba era su capacidad para resucitar en el plazo de unos minutos. Ellos eran unos afortunados que no tenían que esperar al Juicio Final. A veces resucitaban en el breve descanso de las sesiones dobles. Los artistas eran inmortales y por eso yo quería ser artista de cine. El señor Pujol ponía especial énfasis cuando contaba las historias de Hedy Lamarr. Yo estaba seguro de que mantenían relaciones y de que, cuando el público abandonaba la sala, ambos se quedaban solos y el señor Pujol ponía en los labios de Eva las palabras que a él le habría gustado escuchar.

Supongo que el hecho de que siempre me haya gustado que me cuenten películas, me viene de aquellos años de la infancia en los que descubrí la magia del cine en las palabras y la música del señor Pujol. Desde entonces, me gusta imaginar los personajes y los decorados que se proyectan en mi mente a través de las palabras. Alguna vez, cuando veo en casa una película en DVD, quito el volumen y vuelvo a escuchar la voz del señor Pujol. Veo el leve resplandor de la lamparita que ilumina el teclado del piano. La música del cine. Música de monstruos, música de amor, música de romanos y música del Lejano Oeste. Señalo con un puntero que me compré en Berlín los detalles invisibles. La vara mágica del narrador de películas. Leo los labios de las actrices y de los actores. Regreso al año 1933 y escucho la voz de Eva. La voz de Hedy Lamarr, que dice: «Me encuentro tan sola, desearía comunicar a mis padres que nos hemos casado». Y en ese momento me quedo extasiado ante la deslumbrante figura de Eva, que es la voz del señor Hofmann, la voz del señor Pujol, la voz del silencio de los viejos narradores de películas.

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