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JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA
Domingo, 7 de septiembre 2008, 03:50
HE pasado el verano viajando en el periódico SUR. No he ido a ningún sitio excepto una noche que fui a Archidona, pero me he dedicado a recrear por escrito los viajes del pasado. Cuando aún no había cumplido veinte años decidí que tenía la obligación de conocer cuanto antes los países más lejanos del mundo, porque luego la vida se iría complicando y surgirían obstáculos que me impedirían viajar. Me equivoqué. Afortunadamente no me he complicado la vida, al menos hasta el punto de tener que abandonar mi pasión por conocer otros lugares distintos. Entonces también pensaba que con el paso del tiempo me iría volviendo menos intrépido y más casero.
Volví a equivocarme. Me ha sucedido todo lo contrario, cada vez tengo más ganas de perderme por el ancho y largo mundo. Hoy me hace gracia aquel muchacho que llegó a pensar que era aconsejable hacer los viajes más largos de joven porque las condiciones físicas mermarían con la edad y me obligarían a realizar trayectos nacionales.
De cualquier manera, aunque ahora sueñe con ir a Tanzania, he de reconocer que hasta las escapadas de un día poseen un indudable atractivo; para mí resultan un juego de magia. Ahora estoy aquí, de pronto desaparezco y al cabo de un tiempo regreso. La noche que visité Archidona fue un acto mágico. Al volver de madrugada, tuve que frenar bruscamente el coche para no atropellar a un cervatillo que cruzaba la carretera. Entonces me trasladé a otro lugar muy distante de Málaga. Hasta llegar a casa conduje viajando a través de la memoria. Luego, ya en la cama, recordé a las personas que había conocido esa misma noche. Me di cuenta de lo pequeño que es el mundo. Y de nuevo volví a rememorar las palabras de Lawrence Durrell. Ciertamente, una ciudad es un mundo cuando se quiere a uno de sus habitantes. Aquel hermoso animal que se cruzó como un sueño en la carretera, se detuvo un instante, ya en el arcén, y me miró con gratitud.
La vida posee momentos mágicos y también crueles y dolorosos. Yo tengo la sensación de que huyo de esos malos momentos cuando viajo, aunque sólo me aleje cincuenta kilómetros de mi reserva natural. El cervatillo de Archidona supo que había nacido de nuevo aquella noche inmensa, quieta y silenciosa. De ahí su gratitud. Si no hubiera tenido reflejos suficientes lo habría atropellado. Me quedé parado un rato en la carretera, desconecté la llave del contacto y salí del coche para respirar el aire limpio de la vida. Vislumbré al cervatillo correteando sin memoria, y pensé que eso era lo que me faltaba para ser feliz: no tener memoria del dolor, ni de la ausencia, y vivir el bello y libre presente que cabalga en la noche.
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