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CITA EN EL SUR

Historias de Nueva York

AURORA LUQUE

Martes, 8 de abril 2008, 03:48

SE cuenta que cuando los extranjeros visitaban Berlín al final de la II Guerra Mundial, los nativos les decían: Dénse prisa en contemplar las ruinas, porque pronto dejarán de estar ahí puestas. Igual ocurre en La Habana. Hay que ver la isla antes de que pongan los Macdonalds: una Habana tan única y hermosa como empobrecida dejará de existir bajo la frívola dictadura del consumo y de la especulación que vienen. En una escala menor y menos trágica podría formularse la misma invitación referida a Nueva York. Dénse prisa en visitarla, en perderse en ella, en impregnarse en su magia babélica, antes de que las hordas de pijos españoles hagan definitivamente desagradable pasear por sus calles. Ya, de hecho, son bastante ruidosos y omnipresentes.

Los grandes almacenes se llenan de Borjas, Jordis, Carminas y Martas a la caza de la ropa de marca. El euro poderoso arrincona al débil dólar, y la legión de neopijos -que no pisará los umbrales de ningún museo- baja en masa por la Quinta Avenida con sus brillantes bolsas de papel charolado. Y luego resulta que no todo es tan chic aquí. Los americanos tienen cierta tendencia a la anodinia y a la uniformidad en todo, incluso en el vestir. No hay nada parecido al estilo italiano lleno de gracia sutil, eso que tan a menudo fusilan en Zara la nostra. Pero quitando esa presencia fastidiosa del pijerío y el nuevorriquismo español, la verdad es que Nueva York sigue siendo una ciudad adorable.

Es mitológica, estimulante, guapísima. Está llena de mitos contemporáneos: me alojo en el hotel en el que Arthur Clarke escribió su Odisea 2001 en el espacio. Es vetusta y cercana a un tiempo: los desfiles dominicales por la Quinta Avenida demuestran que vivimos en un Pueblo Global. Qué gusto universal por las procesiones: cada comunidad extranjera desfila en un día señalado de su historia. Me tocó ver a los griegos, que celebran en abril el día de su independencia.

Representantes de todas las peñas, asociaciones, colegios, bancos, cofradías, clubs y grupos de inmigrantes de cada isla y cada comarca desfilan durante varias horas provistos de banderas griegas y americanas en una fiesta civil que exhibe los digamos valores colectivos: Dios salve a América, arriba la libertad y la democracia y los guerreros que las protegen, festejemos la independencia de nuestro país de origen aunque hayamos tenido que salir de él muertos de hambre. Denunciemos en inglés y con bandas de música y carrozas carnavalescas el genocidio de los pontios (los griegos de las orillas del Mar Negro, obligados al exilio), la prepotencia turca y el carácter griego de Macedonia.

Y cuántas banderas. La bandera americana está clavada en todas partes. Incluso a los dos lados del altar mayor en una iglesia católica, la de San Vicente de Paul en la calle 23. El cura era blanco; su ayudante, negro, cantaba en francés. No hay negros ni tampoco hispanos entre el público del Metropolitan Opera House.

Los hispanos, por cierto, reniegan de su lengua, se sienten incómodos si les recuerdas sus raíces. ¿Es este el país que va a votar a Obama?

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